
El mundo pinta naturalezas muertas, sucumben los bosques
naturales, se derriten los polos, el aire se hace irrespirable y el agua
intomable, se plastifican las flores y la comida, y el cielo y la tierra se
vuelven locos de remate
Y mientras todo esto ocurre, un país latinoamericano,
Ecuador, ha elaborado una nueva Constitución. Y en esa Constitución se abre la
posibilidad de reconocer, por primera vez en la historia universal, los
derechos de la naturaleza.
En los hechos, no son pocos los que siguen sin derechos,
pero al menos se reconoce, ahora, el derecho de tenerlos; y eso es bastante más
que un gesto de caridad de los amos del mundo para consuelo de sus siervos
¿Y la naturaleza? En cierto modo, se podría decir, los
derechos humanos abarcan a la naturaleza, porque ella no es una tarjeta postal para
ser mirada desde afuera; pero bien sabe la naturaleza que hasta las mejores
leyes humanas la tratan como objeto de propiedad, y nunca como sujeto de
derecho.
Reducida a mera fuente de recursos naturales y buenos
negocios, ella puede ser legalmente malherida, y hasta exterminada, sin que se
escuchen sus quejas y sin que las normas jurídicas impidan la impunidad de sus
criminales. A lo sumo, en el mejor de los casos, son las víctimas humanas
quienes pueden exigir una indemnización más o menos simbólica, y eso siempre
después que el daño se ha hecho, pero las leyes no evitan ni detienen los
atentados contra la tierra, el agua o el aire.
Suena raro, ¿no? Esto de que la naturaleza tenga derechos…
Una locura. ¡Como si la naturaleza fuera persona! En cambio, suena de lo más
normal que las grandes empresas de Estados Unidos disfruten de derechos
humanos. En 1886, la
Suprema Corte de Estados Unidos, modelo de la justicia
universal, extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley
les reconoció los mismos derechos que a las personas, derecho a la vida, a la
libre expresión, a la privacidad y a todo lo demás, como si las empresas
respiraran. Más de ciento veinte años han pasado y así sigue siendo. A nadie le
llama la atención
Gritos y susurros
Nada tiene de raro, ni de anormal, el proyecto que ha
incorporado los derechos de la naturaleza a la nueva Constitución de Ecuador.
Este país ha sufrido numerosas devastaciones a lo largo de
su historia. Por citar un solo ejemplo, durante más de un cuarto de siglo,
hasta 1992, la empresa petrolera Texaco vomitó impunemente dieciocho mil
millones de galones de veneno sobre tierras, ríos y gentes. Una vez cumplida
esta obra de beneficencia en la
Amazonia ecuatoriana, la empresa nacida en Texas celebró
matrimonio con la
Standard Oil. Para entonces, la Standard Oil de
Rockefeller había pasado a llamarse Chevron y estaba dirigida por Condoleezza
Rice. Después un oleoducto trasladó a Condoleezza hasta la Casa Blanca , mientras
la familia Chevron-Texaco continuaba contaminando el mundo.
Pero las heridas abiertas en el cuerpo de Ecuador por la Texaco y otras empresas no
son la única fuente de inspiración de esta gran novedad jurídica que se ha
llevado adelante. Además, y no es lo de menos, la reivindicación de la
naturaleza forma parte de un proceso de recuperación de las más antiguas
tradiciones de Ecuador y de América toda. Se propone que el Estado reconozca y
garantice el derecho a mantener y regenerar los ciclos vitales naturales, y no
es por casualidad que la asamblea constituyente empezó por identificar sus
objetivos de renacimiento nacional con el ideal de vida del sumak kawsay. Eso
significa, en lengua quichua, vida armoniosa: armonía entre nosotros y armonía
con la naturaleza, que nos engendra, nos alimenta y nos abriga y que tiene vida
propia, y valores propios, más allá de nosotros
Esas tradiciones siguen milagrosamente vivas, a pesar de la
pesada herencia del racismo que en Ecuador, como en toda América, continúa
mutilando la realidad y la memoria. Y no son sólo el patrimonio de su numerosa
población indígena, que supo perpetuarlas a lo largo de cinco siglos de
prohibición y desprecio. Pertenecen a todo el país, y al mundo entero, estas
voces del pasado que ayudan a adivinar otro futuro posible.
Desde que la espada y la cruz desembarcaron en tierras
americanas, la conquista europea castigó la adoración de la naturaleza, que era
pecado de idolatría, con penas de azote, horca o fuego. La comunión entre la
naturaleza y la gente, costumbre pagana, fue abolida en nombre de Dios y
después en nombre de la
Civilización. En toda América, y en el mundo, segui-mos
pagando las consecuencias de ese divorcio obligatorio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario