A las afueras de la ciudad cubana de Santa Clara se levanta un mausoleo imponente. El lugar, alejado de los tours turísticos habituales, parece tranquilo. Demasiado incluso para lo que el monumento alberga, y es que son pocos fuera de Cuba los que saben que aquí descansan los restos del más celebre guerrillero latinoamericano. Nos referimos, por supuesto, a Ernesto Che Guevara.
En el memorial, levantado por orden del gobierno cubano, se pueden leer múltiples inscripciones, desde el ya clásico “Hasta la victoria siempre”, hasta otras citas del revolucionario de diversa índole. No obstante, entre todas ellas hay una que encierra una advertencia especial:
¨Estaba en aquellos momentos en Guatemala, la Guatemala de Arbenz. Entonces me di cuenta de una cosa fundamental, para ser médico revolucionario o para ser revolucionario, lo primero que hay que tener es revolución.¨
Puede que a primera vista la cita no nos diga nada. Lejos queda ya la Guatemala de Jacobo Arbenz. Sin embargo, en ella se encierra una lección política que toda una generación de la izquierda latinoamericana aprendió en el año 1954: contra el imperialismo estadounidense sólo cabía la lucha armada.
Nos centraremos precisamente en aquel momento histórico, analizando la conocida como revolución guatemalteca y las consecuencias que el abrupto fin de la misma tuvo en la determinación y el pensamiento de los que serían líderes de la revolución cubana.
Guatemala, cuando la revolución significa democracia
Imágenes de las manifestaciones que precedieron a la caída del general Ubico. |
Ser profesor de historia en Guatemala debe ser una de las profesiones más tristes del mundo. El país, independiente desde 1847 cuando se separaba de manera definitiva de la Federación Centroamericana, ha conocido a los más despóticos y crueles dictadores. Represión y miseria están grabadas de manera imborrable en la memoria colectiva. Son pocos los momentos en los que los guatemaltecos se han permitido soñar con un futuro mejor; es por ello que el 20 de octubre de 1944 es una fecha especial. Aquella jornada un nutrido grupo de estudiantes universitarios, maestros, trabajadores y un sector de jóvenes oficiales del ejército, entre los que se encontraba Jacobo Arbenz, enterraban de manera definitiva la dictadura del general Ubico.
A los pocos días de la sublevación popular fue constituida una Junta Revolucionaria de Gobierno y las ansiadas elecciones pronto tuvieron lugar. El ganador, el profesor Juan José Arévalo, que había pasado un largo periodo de exilio en Argentina asumía la tarea de transformar un país semifeudal en un estado moderno.
Las esperanzas puestas en el nuevo gobierno, en el que Arbenz se hacía cargo del ministerio de Defensa, eran altas, y por ello este se puso al trabajo lo más rápidamente posible. Desde un inicio los presupuestos en sanidad y educación sufrieron importantes incrementos. Todos los ciudadanos por primera vez en su historia eran libres para organizarse en partidos y asociaciones políticas. Quedaba totalmente prohibida la censura, incluso a pesar de los virulentos ataques que Arévalo y sus ministros sufrían desde prensa y radio.
En torno a la cuestión laboral se promulgó un Código del Trabajo donde patronos, campesinos y gobierno discutirían en igualdad de condiciones en torno a las leyes laborales y los posibles aumentos salariales. Los poderosos latifundistas que hasta entonces habían hecho y deshecho a su antojo consideraron la nueva legislación en la línea de las más duras leyes soviéticas. No obstante, el gobierno arevalista lograría aumentar el salario mínimo de cinco a ochenta centavos diarios. Hay que tener en cuenta que en aquellos momentos en Guatemala percibían este salario en torno al setenta por cierto de los empleados para unos precios cercanos a los estándares de los Estados Unidos. Por último, respecto a la cuestión laboral, añadir el reconocimiento del derecho a huelga.
En el ámbito internacional, podemos destacar que fueron dos los ejes básicos del nuevo gobierno de Arévalo. Por un lado, el fuerte compromiso democrático del presidente tuvo clara continuidad en las relaciones exteriores del país., no reconociendo a aquellos gobiernos resultantes de golpes de estado con el objetivo de ayudar al aislamiento internacional de las diferentes dictaduras militares. Buen ejemplo de esta política será el no reconocimiento del régimen del general Francisco Franco, manteniendo relaciones sólo con los representantes en el exilio de la República española.
Por otro lado, el pequeño país centroamericano fue testigo de cómo poco a poco su política exterior se veía condicionada por el nuevo marco internacional de la Guerra Fría. En una región considerada por Washington como su patio trasero había poco espacio para una política exterior independiente. Las decisiones del gobierno Arévalo, tanto internas como externas, eran cada vez menos acordes con los intereses norteamericanos. La administración Truman, en su obsesión anticomunista, no dudó en poner bajo observación todos los movimientos que emprendía el presidente guatemalteco. Los más avezados en la historia latinoamericana ya sabrán que cuando los Estados Unidos ponen bajo vigilancia a alguien es difícil que no acabe en desgracia.
La coyuntura internacional que había sido favorable al triunfo de la revolución se tornaba ahora en contra de la misma. Aunque el presidente Arévalo se empeñara en afirmar que quería convertir a Guatemala en un país capitalista, moderno y próspero, es decir, nada parecido a un estado socialista. Esto no le protegía de los más agresivos ataques por parte de la oligarquía local y la embajada norteamericana, dispuesta a cualquier cosa para proteger los intereses de las empresas estadounidenses en el país. No debemos olvidar que en aquellos años la principal empresa de Guatemala era la empresa “frutícola” United Fruit Company. Y decimos “frutícola” porque además de ser la mayor propietaria de tierras, también era dueña de los ferrocarriles, la electricidad, las líneas telegráficas y el principal puerto del país. Un estado dentro de otro estado.
El propio presidente reconocería en su discurso de despedida que había sido víctima de treinta y dos intentonas golpistas promovidas por la United Fruit Company y distintos oligarcas locales.
Guatemala son sus campesinos
La continuidad del espíritu reformista de 1944 se tornaba cada vez más compleja. No obstante, en las elecciones de 1950 los guatemaltecos, esperanzados ante el rumbo del país, volvían a dar su apoyo a los revolucionarios. El antiguo ministro de Defensa de Arévalo, Jacobo Arbenz, se convertía ahora en presidente.
Arbenz, que a diferencia de su predecesor había pasado toda su vida en Guatemala, asumía la presidencia con una clara determinación: llevar la revolución al campo guatemalteco. La mayoría de la población del país era campesina, y estos, a diferencia de los sectores urbanos, no disfrutaban aún de las reformas del gobierno Arévalo. La propiedad de la tierra seguía condensada en muy pocas manos (la United Fruit Company y un pequeño grupo de ricos terratenientes poseían más del 70% del territorio nacional). Miles de “sin tierras” se encontraban sometidos a un régimen de servidumbre que no les permitía optar más allá que a una vida de supervivencia.
Si se quería hacer de Guatemala un próspero país capitalista se debía incorporar a esta masa de campesinos de manera efectiva a la economía nacional. ¿Cómo? El presidente Arbenz creó con todas las fuerzas políticas grupos de trabajo y discusión en torno a la cuestión. Y aunque el interés de la mayor parte de los partidos políticos no era demasiado grande, exceptuando al pequeño Partido Comunista de Guatemala, Arbenz llegó a claras conclusiones. Por ejemplo, los grandes latifundistas y en especial la United Fruit Company, dejaban sin cultivar la mayor parte de sus tierras (se estima que la UFC tan solo daba uso entre al 8% y al 10% de sus fincas). Ante esto, una solución posible era que se redistribuyesen estas tierras y el gobierno se las diese a los campesinos para que las cultivasen. O, como otra opción, si estos grandes propietarios obtienen ingentes beneficios del agro guatemalteco, que empiecen a pagar impuestos y el gobierno podrá mejorar las condiciones de vida de los campesinos.
Por fin, el 17 de junio de 1952 se aprobaba el histórico decreto 900 que recogía la Ley de Reforma Agraria. Los frutos de la misma no se harían esperar, y ya en 1953 332.150 hectáreas habían sido expropiadas, todas, eso sí, con su correspondiente indemnización. Al mismo tiempo, cientos de campesinos comenzaban a recibir las ansiadas tierras. La determinación del presidente Arbenz era clara, sin embargo, a medida que crecía el apoyo al gobierno en el campo guatemalteco más hostil se volvía la posición de la administración norteamericana, acostumbrada a tratar con caudillos fácilmente sobornables. En Washington ya se empezaba a hablar del caso Arbenz, agravando la situación el hecho de que ese mismo año se hacía cargo del Departamento de Estado John Foster Dulles, antiguo abogado y socio de la United Fruit Company.
El destino de Guatemala parecía cada vez más incierto. La prensa y radio, alentadas desde la embajada estadounidense, acusaban a diario al gobierno de ser un mero agente del comunismo internacional y la puerta de entrada de Moscú en la región. No obstante, Arbenz mostraba una determinación inquebrantable, preparando ahora reformas para romper los monopolios eléctrico y ferroviario, también de la UFC. Si no lograba un abaratamiento de los costes en estos sectores, iba a ser muy difícil el desarrollo comercial e industrial del país. La deseada soberanía económica nacional necesitaba de estructuras estatales que favorecieran a los nuevos productores.
La CIA contra Arbenz
Con este cuadro general de la situación es bastante sencillo comprender el empeño de la organización de inteligencia norteamericana en derrocar al gobierno revolucionario. Guatemala no podía convertirse en un modelo para otros países de la región.
En mayo de 1954 empezaron a sobrevolar Ciudad de Guatemala los primeros aviones “rebeldes”. Estos, provenientes de la vecina Honduras, lanzan octavillas donde se alienta al ejército a la rebelión contra Arbenz. Aunque los leales al presidente saben que este es el menor de sus problemas, a estas alturas ya era de conocimiento público que se preparaba una invasión del país.
La CIA había entregado al coronel Castillo Armas, un traidor fugado de prisión, una ingente cantidad de dinero para organizar la invasión terrestre. Armas, dotado con grandes medios, no tardó en congregar en torno a sí un escuadrón de lo más variopinto. Había expresidiarios colombianos, narcotraficantes puertorriqueños, y un largo etcétera que bien valía para repasar toda la actividad criminal latinoamericana. El gobierno de Guatemala, consciente de la gravedad de la situación, trató de ofrecer un “pacto de amistad” que rápidamente fue rechazado por Honduras.
Durante los primeros días del mes siguiente, nuevamente aviones extranjeros sobrevuelan distintos puntos de Guatemala, aunque esta vez lanzando armamento con el que se pretendía equipar a los desleales al gobierno. No obstante, los campesinos agradecidos al presidente se hacen rápidamente con las armas y las ponen a disposición de los sectores castrenses todavía fieles al proyecto revolucionario.
El 18 de junio la situación se precipita y Castillo Armas declara desde Tegucigalpa abierta “la rebelión nacional contra el gobierno comunista”. John Foster Dulles, al corriente de todo, espera ansioso los partes desde Washington y en la Ciudad de Guatemala, el embajador norteamericano Peurifoy ya tiene dispuestas las listas con los dirigentes políticos que deben ser detenidos y asesinados. Por su parte, Arbenz decide reunirse con la plana mayor del ejército, aunque las evidentes infiltraciones de la CIA en el mismo le hacen temer lo peor. Sólo el pueblo puede salvar al gobierno, y aunque más de 5000 personas se organizaron rápidamente en los alrededores de la capital para defender al gobierno, poco podían hacer estos frente a las fuerzas de invasión y un ejército guatemalteco que mira hacia otro lado.
Una semana más tarde, el 27 de junio de 1954, un Arbenz acorralado decide hacer pública una grabación radiofónica en la que se recoge su renuncia a la Presidencia de la República. Una Junta Militar con el visto bueno de Washington se hace con el poder. Guatemala volvía a ser un régimen satélite de los Estados Unidos. La represión política y el asesinato selectivo volverían a estar a la orden del día; los logros conseguidos por la revolución son en pocos meses un recuerdo del pasado. Mientras, la CIA y el Departamento de Estado se felicitan por el éxito de la operación.
“Yo vi la caída de Jacobo Arbenz. La lucha comienza ahora”
La serie de reformas políticas emprendidas por el gobierno de Jacobo Arbenz no sólo pusieron a Guatemala bajo el foco de los Estados Unidos, también una nueva generación de militantes de izquierdas latinoamericanos tomaron buena cuenta de la situación guatemalteca. Muchos de estos jóvenes veían en el pequeño país un ejemplo de soberanía e independencia a imitar en todo el continente.
Entre ellos destaca la figura de Ernesto Che Guevara, el cual, tratando de poder ejercer como médico de estado, se había desplazado al país para conocer de primera mano la situación. Comprometido con el gobierno de Arbenz, vivió con preocupación todos los ataques contra la figura del presidente, siendo clave el devenir guatemalteco en su desarrollo político. Tanto seria así que cuando Castillo Armas anunció su “rebelión nacional” no dudaría un todavía joven Guevara en ofrecerse como voluntario para defender la capital.
Sin embargo, ya sabemos cómo acabó la historia. El Che, tras pasar unas semanas en la clandestinidad y más adelante cobijado en la embajada argentina, lograría por fin partir al exilio en México con muchos de sus nuevos compañeros. La derrota dejaría una profunda huella en el revolucionario, que plantearía por primera vez en sus escritos la necesidad de que el pueblo tomara las armas contra el imperialismo americano. Como bien concluía su análisis: ¨Yo vi la caída de Jacobo Arbenz. La lucha comienza ahora¨. Estados Unidos había derrotado la experiencia revolucionaria guatemalteca, pero su mayor pecado era otro, había convencido a toda una generación de que la lucha armada era el único camino. Las guerrillas se convertirían en poco tiempo en el instrumento predilecto de lucha de la izquierda latinoamericana. Años más tarde, otro compañero de Ernesto Che Guervara, Fidel Castro, expresaría lo siguiente:
“El camino de la lucha armada no es el camino que hayan escogido los revolucionarios, sino que es el camino que los opresores le han impuesto a los pueblos. Y los pueblos entonces tienen dos alternativas: o doblegarse o luchar”
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