lunes, 6 de abril de 2015

Qué se pone en juego en la Cumbre de las Américas de Panamá



Juan Manuel Karg.-Rebelión
La Cumbre de las Américas nació en 1994 bajo la órbita de la Organización de Estados Americanos (OEA) y como idea del entonces presidente norteamericano Bill Clinton, con el objetivo de alinear a la región, plagada de gobiernos conservadores, en un contexto global de creciente hegemonía estadounidense. Así, en 2001 en Quebec (Canadá), casi por unanimidad –con el sólo voto en contra del venezolano Hugo Chávez, ante la ausencia de Fidel Castro de aquellas reuniones– se definió comenzar a dar forma a la propuesta del ALCA: Alianza de Libre Comercio de las Américas, que finalmente fue derrotada en Mar del Plata el 2005, tras una decidida intervención del propio Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva.

Hubo una explicación a esa derrota de Bush: a partir de aquel momento, un conjunto de gobiernos posneoliberales se expandieron en la región, como subproducto de diversas elecciones presidenciales donde los pueblos de América Latina definieron dejar atrás a quienes habían gobernado para minorías y no para mayorías. A los casos ya citados, se sumó la administración del Frente Amplio en Uruguay, del Movimiento Al Socialismo en Bolivia, y de Alianza País en Ecuador, entre otros. Así nacieron, luego, nuevas instancias de integración regional, como Unasur –2008 en Brasilia– y CELAC –2011 en Caracas–, que aportaron la posibilidad de pensar otro tipo de institucionalidad, con mayores niveles de autonomía.

Mucho cambió desde la última Cumbre de las Américas, realizada en 2012 en Cartagena de Indias (Colombia), a esta que se avecina en Panamá. En aquel entonces, Cuba estaba excluida del cónclave, llevando a un conjunto de países de la región –los del ALBA y algunos de Unasur– a levantar una voz de protesta por aquella ausencia. Y, además, como mencionábamos previamente, estaba muy fresca la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), primer bloque verdaderamente continental –con 33 naciones, y sólo las ausencias de EE.UU. y Canadá–. Por ello, en aquella reunión de Cartagena, la soledad norteamericana fue casi total: hasta el anfitrión Juan Manuel Santos, uno de los aliados estratégicos que Washington mantuvo en la región en la última década, expresó su disconformidad por la ausencia de Cuba. El descontento de Obama con la reunión fue tal que ni siquiera hubo una declaración final del cónclave.


El resto es conocido: en diciembre pasado, mediante una declaración conjunta de Barack Obama y Raúl Castro, Estados Unidos y Cuba comenzaron un entendimiento mutuo que provocó la liberación de presos entre ambos países: así, “Los Cinco” retornaron a La Habana tras quince años en cárceles norteamericanas y el ex contratista de Usaid, Alan Gross, viajó hacia Washington luego de haber sido imputado por intento de espionaje en la Isla. Actualmente ambos países negocian la reapertura de embajadas, para lo cual La Habana pide que se retire a Cuba de la lista de países “patrocinantes del terrorismo” que su vecino del norte realiza año a año. Esta novedad geopolítica fue definida por Obama en los siguientes términos: “No podemos hacer lo mismo que hemos hecho durante las últimas cinco décadas y esperar un resultado diferente”.

Sin embargo, el cambio de política de EE.UU. hacía Cuba también introdujo un reacomodamiento geopolítico de la Casa Blanca en cuanto a su política exterior. ¿En qué sentido? Obama intenta actualmente un reequilibrio diplomático, tras lo cual, luego de sus negociaciones con La Habana –y también con Teherán, en vistas a un posible acuerdo nuclear que fue abiertamente rechazado por el primer ministro israelí, Netanyahu– ha apuntado sus sanciones hacia Caracas y Moscú, tras una creciente presión del Partido Republicano, quien ganó recientemente las elecciones intermedias. Por lo tanto, si en las anteriores Cumbres de las Américas aparecían voces críticas al papel de EE.UU. respecto a Cuba, es de esperar que en Panamá se produzca una situación similar pero respecto a Venezuela.

Al momento de escribir estas líneas, Nicolás Maduro anunciaba la recolección de más de 3 millones de firmas de la campaña: “Obama deroga el decreto ya”, cuya entrega, en palabras del Jefe de Estado, se hará en la propia Cumbre de las Américas –por ello es de esperar que la cifra sea aún más grande, visto y considerando que aún resta tiempo–. Asimismo, la consultora Hinterlaces confirmaba un aumento en la imagen positiva de Maduro luego de la decisión de Obama: parece haber primado la idea de “cerrar filas” en torno al gobierno ante el cuestionamiento de Estados Unidos. Ambas noticias le dan confianza al mandatario venezolano para ir a la reunión de Panamá, con una ratificación importante también de los países de la Unasur y de su Secretario General, Ernesto Samper.

Hay otro elemento relevante para considerar: de 2009 a esta parte se intensificaron los vínculos entre los países de América Latina y el Caribe y el bloque de los BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica–, que se propone la configuración de un nuevo orden mundial: multicéntrico y pluripolar. Aquí hay otra diferencia respecto a Cartagena de Indias: allí la idea de multipolaridad se verificaba más difusa, y la vinculación entre la región y, principalmente, China y Rusia, era bastante menor a la que podemos dar cuenta en la actualidad.

Ahora bien, adentrándonos en el “contenido formal” de la reunión, los tres ejes temáticos planteados por el país anfitrión en los documentos previos a la cumbre son los siguientes:

a. combate a la pobreza;

b. aumento de la cooperación en materia de salud, educación, seguridad, medio ambiente, y energía;

c. fortalecimiento de la gobernabilidad democrática y participación ciudadana.

Seguramente exista un piso de acuerdos en cada uno de estos puntos. Y, probablemente, alguna declaración final que albergue la “unidad en la diversidad” de la reunión respecto a los ejes planteados –siempre y cuando no haya mayores disensos, tal como sucedió con la fallida declaración de Cartagena, frenada por EE.UU. De todos modos, lo central de Panamá pasará también por lo discursivo y lo gestual: allí se podrá verificar un nuevo momento político en la región, marcado por un intento de reacomodamiento de Washington en su política de alianzas –tema condicionado, asimismo, por su política doméstica–. Sin dudas, EE.UU. también buscará una mejor “radiografía” de la situación continental –y de sus fuerzas políticas– tras sus anuncios respecto a Cuba y Venezuela.

Varias dudas surgen como interrogantes previas a una reunión de primer orden para el continente. ¿Hasta qué punto EE.UU. podrá intentar recuperar su hegemonía perdida en la región en este tipo de instancias, visto y considerando las nuevas alianzas internacionales de América Latina y la ratificación en las urnas del conjunto de los gobiernos posneoliberales? Es decir, ¿hasta qué momento intentará torcer, por la vía diplomática, una situación regional que se le hizo adversa en elecciones y que sus fuerzas afines –internas y externas– aún no pueden remontar?

Por otra parte, algo más concreto y llano, más vinculado con lo táctico: ¿intentará Obama una “colisión frontal” con Maduro en Panamá o buscará descomprimir la situación, visto y considerando que la política que hoy lleva adelante respecto a Venezuela ya se demostró ineficiente, en el pasado, respecto a Cuba? Además, ¿logrará EE.UU. alinear, de forma más sistemática, a los miembros de la Alianza del Pacífico, o sucederá como en Cartagena, donde incluso algunos de esos países mostraron cierta distancia respecto a Washington? Faltan apenas días para comenzar a desandar estos nudos centrales. Recién el 11 de abril, cuando termine la Cumbre de Panamá, tendremos respuestas certeras a algunas de estas interrogantes.


Juan Manuel Karg es politólogo de Universidad de Buenos Aires y analista internacional. 

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