Una corresponsal mexicana –ni argentina ni kirchnerista- cubrió la
marcha opositora para su agencia de noticias. Desde la calle escribió un
posteo en Facebook en el que se podía leer una mirada extranjera pero
compleja y despojada de los manifestantes, de sus intenci ones, de sus
pedidos. Aceptó entonces el convite: contarlo todo en una crónica
urgente que Anfibia publica hoy junto al ensayo de fotografías de un
grupo de reporteros paranoicos por las amenazas recibidas –por
Facebook—de los temibles nuevos militantes del verano.
Por: Cecilia González.
Hay mucha gente. Mucha y muy enojada.
Algunos son muy viscerales. Me cuido de no generalizar porque eso es lo primero que le critico a muchos medios. No puedo hablar de “la gente” que fue al cacerolazo, sino sólo de las personas con las que yo hablé y a las que vi. No fueron pocas, pero no fueron todas.
Son las siete de la tarde y empiezo a caminar desde Chile y la Avenida 9 de Julio rumbo al Obelisco. Mientras me sumo al cada vez más abundante oleaje de personas que copan todos los carriles, peleo con mis prejuicios. Es difícil evadir la mirada clasista. Ya sé que voy a ver a gente bien vestida. Ése fue uno de los principales argumentos para que otros descalificaran la marcha anterior, la del 13 de septiembre, la que nos cayó más de sorpresa a todos: al gobierno, a la oposición y a los periodistas: a los argentinos y a los corresponsales extranjeros como yo. La crítica a la imagen fue una tontería. Como si la ropa de marca le quitara a un ciudadano el derecho a quejarse de su gobierno.
Más importante, siento, es que la mayoría de la gente que viene a cacerolear hoy no va a pedir trabajo ni comida. Yo estoy acostumbrada a marchar con y por los pobres, los grupos minoritarios y discriminados o las víctimas de alguna masacre en mi país, así que las multitudes que se concentran hoy en Buenos Aires, sus demandas y su manera de expresarlas, no me generan mayor empatía. Casi más bien lo contrario.
Sí, tengo prejuicios. Pero voy a tratar de hacerlos a un lado para ejercer como corresponsal, lo que hago en la Argenitna hace diez años, desde pocos meses antes de que Néstor Kirchner llegara a la Casa Rosada. He vivido, reporteado y contado el kirchnerismo desde el principio. Hoy, aquí, muchos rezan, literalmente, por su final.
Llego al cruce de la 9 de Julio y Avenida de Mayo y veo a una señora que carga un cartel en el que exige “Respeto a la Constitución”. Vino a rechazar la segunda reelección de Cristina que tanto se discute en los medios, aunque todavía no hay ningún proyecto oficial en el Congreso.
— Yo ya quiero que esa señora se vaya—, me dice.
— Pero fue electa para gobernar hasta el 2015, ¿no está usted pidiendo respeto a la Constitución?
—¡Ah, sos kirchnerista! No hablo más.
Se da la vuelta, me mira con desconfianza y apresura el paso. Le susurra algo al oído a la amiga que la acompaña. La amiga voltea a verme, enojada. Se van.
En medio de la Avenida, un hombre sentado. Tiene una camiseta roja con un mensaje sin lugar a interpretaciónes y de vieja usanza: “Yo voy a votar a las putas. Me cansé de votar a sus hijos”.
Camino cada vez más lento, porque cada vez hay más gente. En la esquina de Corrientes escucho a una adolescente que está junto a sus padres. Los tres agitan banderitas albicelestes de plástico. La madre lamenta no haber llevado una olla.
—¿Después a dónde nos vamos a ir a cenar?
—Ya hicimos la reserva—, la tranquiliza el padre. No alcanzo a escuchar dónde celebrarán su participación en una marcha en la que, según la pancarta que llevan, vinieron a pedir “Que Argentina no sea Venezuela”.
Pero los restaurantes y teatros están llenos, la ciudad late, muy lejos del estado de duelo en el que la conocí en 2002.
Me acerco a otro señor que tiene los ojos empañados después de gritar “Libertad, libertad, libertad”.
—Vine porque no quiero que el gobierno presione a los jueces—, me dice, replicando el tema de la semana que colmó las portadas de la prensa opositora.
— ¿A qué jueces está presionando?
— A toda la justicia.
— ¿Sabe algún caso en particular, el nombre de un juez, cómo lo presiona el gobierno?
— No me acuerdo, pero la señora Kirchner tiene a todos amenazados.
— ¿Pero no fue Kirchner el que renovó la Corte Suprema?
— No creo. Acá no hay división de poderes, quieren asustar a los jueces, quieren que todos les tengamos miedo.
No hay caso. Si el señor no sabe cómo llegaron Lorenzetti, Argibay y compañía a la Corte, no hay mucho más para hablar. Sobre todo, si no quiere escuchar.
Mientras camino entre la gente, anoto todo lo que puedo en mi libreta. Muchos me quieren dar una banderita de las miles que se repartieron gratuitamente y que nadie me sabe decir quién las pagó, cómo llegaron las cajas que se distribuyeron estratégicamente en cada esquina sobre la 9 de Julio, desde Belgrano hasta Paraguay.
—Tomá una—, me invita una señora que respetó la consigna de venir vestida por completo de blanco.
Un seco “no” es toda mi respuesta.
—¿Qué hacés acá?, ¿no venís a protestar?
— No, vengo a trabajar. Con permiso.
Me despido, pero la señora me sigue un par de pasos.
—¿Qué tanto anotas?, ¿para quién trabajas?, ¿quién te mandó?
No le contesto y sigo. Alcanzo a escuchar que la señora le dice a un hombre: “fíjate que anota, parece muy rara, no creo que sea periodista, seguro la mandaron del gobierno”.
Un helicóptero sobrevuela el Obelisco. Muchos creen que es la presidenta en su camino de la Casa Rosada a la Quinta de Olivos. Arman un masivo coro con una sola palabra: “Argentina, Argentina, Argentina”. Una joven universitaria llora. Le pregunto por qué.
—Me emocioné porque estoy orgullosa de que la gente, el pueblo, venga a defender la patria de estos ladrones que nos gobiernan y que nos van a destruir.
La autodefinición es una constante. Muchos de los aquí reunidos se refieren a sí mismos como “la gente” y “el pueblo”, los únicos con autoridad para criticar, demandar, protestar.
—¿Y los que apoyan al gobierno, ellos no son “la gente”?—, le pregunto a la muchacha.
—No. Los que apoyan a Cristina son todos unos vendidos. Además, cada vez son menos.
Absolutismo tranquilizador. Si la vida se divide entre buenos y malos, no hay nada más para pensar.os lugares comunes de oficialismo y oposición abundan en esta Argentina polarizada. Hoy es el turno de los opositores. Los temas en los carteles, mantas y pancartas hablan de corrupción, miedo, libertad, ataques a la prensa, inflación, INDEC…
En ningún país existe “la gente”, sino diferentes sectores sociales que siempre van a defender cada uno sus propios intereses. Por eso la masividad y la polarización no me sorprenden, ni me preocupan. Son reflejo de la pugna política que hay en un país polarizado, en un mundo polarizado. Son frecuentes las críticas sobre la supuesta “confrontación” que “sufren” los argentinos y que es promovida por las peleas entre sus dirigentes políticos. A mí no me asustan.
Es gracioso que crean que eso es algo sólo argentino y generado por la forma de gobernar del kirchnerismo. Yo lo veo como parte de un proceso global y como reflejo de sociedades que discuten. Se habla mucho sobre este tipo de dicotomías sociales en Venezuela o Ecuador, para descalificar sus sistemas y sus dirigentes, pero existe en muchos otros países, incluidos los europeos, y el mío.
En México la figura del izquierdista Andrés Manuel López Obrador polarizó a la sociedad en las elecciones de 2006, cuando compitió contra Felipe Calderón, y hace unos meses, en julio, cuando se enfrentó a Enrique Peña Nieto. López Obrador fue declarado perdedor en ambos casos, pero los procesos políticos fueron acompañados por movilizaciones multitudinarias que coparon las principales plazas del país y que dejaron en claro que no hay sociedades uniformes, ni tiene por qué haberlas, como a veces plantean algunos en Argentina.
Las “estrellas” del gabinete son el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, y el vicepresidente Amado Boudodu. Sus imitadores entregan billetes falsos a diestra y siniestra alrededor del Obelisco.
Un grupo de señoras reparte al mismo tiempo sonrisas y propaganda de una extraña alianza política denominada “PROA, La otra UCR”. Pienso si será una todavía desconocida unión electoral entre el PRO y los radicales para el 2013. No me suena posible, pero si algo he aprendido en esta década es que, en Argentina, todo es posible. El panfleto convoca a ir al Obelisco “en paz” y le advierte a la imagen de una Cristina Kirchner transformada en CruellaDeville: “No te tenemos miedo”. En otras postales, la presidenta es una reina con corona, pero tipo la bruja de Blanca Nieves.
Una pareja que rondara los 50 años sostiene una manta que demanda: “No al odio que crearon los K”. Los saludo. Les pregunto a qué se refieren.
—Me gustaría que Cristina se muriera—, me dice la señora.
— Eso es muy fuerte, parece que usted también tiene mucho odio.
—Sí, la odio, no la soporto.
No estoy segura de que algunas personas se escuchen a sí mismas cuando hablan.
—Ellos fomentaron el odio y lo consiguieron —continúa. Nadie los quiere. La gente está harta de Cristina. Se tiene que ir. Que se vaya con Néstor, así no lo llora tanto.
Muchas cartulinas tienen mensajes a la defensiva. “No somos golpistas”, aseguran algunas, pero basta hablar con quienes las cargan para que repitan un mismo mensaje: “andate, Cristina”.
Un niño muestra en su pecho un cartoncito con una frase escrita a mano. “Venimos en paz, no somos golpistas”. Le pregunto al padre qué quiere decir.
—Nosotros no vamos a pedirles a los militares que tomen el poder. Eso ya fue. Lo que queremos es que se convoquen a nuevas elecciones para que Cristina se vaya, no la queremos más.
Golpes eran los de antes. De toda la gente con la que hablé, un hombre y una mujer me dijeron que le venían a hacer reclamos al gobierno, pero que querían que Fernández de Kirchner terminara su mandato.
Sigo con mis entrevistas.
—Este gobierno nos falta al respeto, nos acusa de oligarcas, de golpistas, de fachos, sólo somos trabajadores. Nos ofenden. Queremos respeto.
La señora habla de corrido, casi ni respira. Ya que me habla de respeto, le señalo entonces a uno de sus compañeros de manifestación que armó una cartulina polémica, por decir lo menos.
“Cristina, no contengas los pedos porque se te suben al cerebro. De ahí te salen las ideas de mierda”. El mensaje es exitoso. El hombre es rodeado por fans que se ríen, lo felicitan por su ingenio y se sacan fotos con él.
Luego, varios de ellos me dirán lo mismo que la señora anterior: que quieren que “Cristina” (ninguno la llama presidenta) los respete.
— ¿Y a ustedes les parece respetuoso insultar así a una presidenta?
—Ella nos falta más el respeto a nosotros con su corrupción, con su enriquecimiento ilícito. Nos está robando todo, va a vaciar al país.
A todos con los que hablo les pregunto si les reconocen algo bueno a los Kirchner, alguna medida de estos nueve años: la renovación de la Corte, los juicios a los represores, el matrimonio gay. No sé. Algo. No hay nada. No los quisieron, no los quieren, no los van a querer.
Ya son casi las nueve de la noche cuando emprendo el regreso a casa. Tengo que mandar mi nota a México, y escribir también esta. Camino de regreso por la 9 de Julio. Mares de gente siguen llegando.
Me siento bien: avanzo en sentido contrario
Publicado por Natalia Müller Roth
Por: Cecilia González.
Hay mucha gente. Mucha y muy enojada.
Algunos son muy viscerales. Me cuido de no generalizar porque eso es lo primero que le critico a muchos medios. No puedo hablar de “la gente” que fue al cacerolazo, sino sólo de las personas con las que yo hablé y a las que vi. No fueron pocas, pero no fueron todas.
Son las siete de la tarde y empiezo a caminar desde Chile y la Avenida 9 de Julio rumbo al Obelisco. Mientras me sumo al cada vez más abundante oleaje de personas que copan todos los carriles, peleo con mis prejuicios. Es difícil evadir la mirada clasista. Ya sé que voy a ver a gente bien vestida. Ése fue uno de los principales argumentos para que otros descalificaran la marcha anterior, la del 13 de septiembre, la que nos cayó más de sorpresa a todos: al gobierno, a la oposición y a los periodistas: a los argentinos y a los corresponsales extranjeros como yo. La crítica a la imagen fue una tontería. Como si la ropa de marca le quitara a un ciudadano el derecho a quejarse de su gobierno.
Más importante, siento, es que la mayoría de la gente que viene a cacerolear hoy no va a pedir trabajo ni comida. Yo estoy acostumbrada a marchar con y por los pobres, los grupos minoritarios y discriminados o las víctimas de alguna masacre en mi país, así que las multitudes que se concentran hoy en Buenos Aires, sus demandas y su manera de expresarlas, no me generan mayor empatía. Casi más bien lo contrario.
Sí, tengo prejuicios. Pero voy a tratar de hacerlos a un lado para ejercer como corresponsal, lo que hago en la Argenitna hace diez años, desde pocos meses antes de que Néstor Kirchner llegara a la Casa Rosada. He vivido, reporteado y contado el kirchnerismo desde el principio. Hoy, aquí, muchos rezan, literalmente, por su final.
Llego al cruce de la 9 de Julio y Avenida de Mayo y veo a una señora que carga un cartel en el que exige “Respeto a la Constitución”. Vino a rechazar la segunda reelección de Cristina que tanto se discute en los medios, aunque todavía no hay ningún proyecto oficial en el Congreso.
— Yo ya quiero que esa señora se vaya—, me dice.
— Pero fue electa para gobernar hasta el 2015, ¿no está usted pidiendo respeto a la Constitución?
—¡Ah, sos kirchnerista! No hablo más.
Se da la vuelta, me mira con desconfianza y apresura el paso. Le susurra algo al oído a la amiga que la acompaña. La amiga voltea a verme, enojada. Se van.
En medio de la Avenida, un hombre sentado. Tiene una camiseta roja con un mensaje sin lugar a interpretaciónes y de vieja usanza: “Yo voy a votar a las putas. Me cansé de votar a sus hijos”.
Camino cada vez más lento, porque cada vez hay más gente. En la esquina de Corrientes escucho a una adolescente que está junto a sus padres. Los tres agitan banderitas albicelestes de plástico. La madre lamenta no haber llevado una olla.
—¿Después a dónde nos vamos a ir a cenar?
—Ya hicimos la reserva—, la tranquiliza el padre. No alcanzo a escuchar dónde celebrarán su participación en una marcha en la que, según la pancarta que llevan, vinieron a pedir “Que Argentina no sea Venezuela”.
Pero los restaurantes y teatros están llenos, la ciudad late, muy lejos del estado de duelo en el que la conocí en 2002.
Me acerco a otro señor que tiene los ojos empañados después de gritar “Libertad, libertad, libertad”.
—Vine porque no quiero que el gobierno presione a los jueces—, me dice, replicando el tema de la semana que colmó las portadas de la prensa opositora.
— ¿A qué jueces está presionando?
— A toda la justicia.
— ¿Sabe algún caso en particular, el nombre de un juez, cómo lo presiona el gobierno?
— No me acuerdo, pero la señora Kirchner tiene a todos amenazados.
— ¿Pero no fue Kirchner el que renovó la Corte Suprema?
— No creo. Acá no hay división de poderes, quieren asustar a los jueces, quieren que todos les tengamos miedo.
No hay caso. Si el señor no sabe cómo llegaron Lorenzetti, Argibay y compañía a la Corte, no hay mucho más para hablar. Sobre todo, si no quiere escuchar.
Mientras camino entre la gente, anoto todo lo que puedo en mi libreta. Muchos me quieren dar una banderita de las miles que se repartieron gratuitamente y que nadie me sabe decir quién las pagó, cómo llegaron las cajas que se distribuyeron estratégicamente en cada esquina sobre la 9 de Julio, desde Belgrano hasta Paraguay.
—Tomá una—, me invita una señora que respetó la consigna de venir vestida por completo de blanco.
Un seco “no” es toda mi respuesta.
—¿Qué hacés acá?, ¿no venís a protestar?
— No, vengo a trabajar. Con permiso.
Me despido, pero la señora me sigue un par de pasos.
—¿Qué tanto anotas?, ¿para quién trabajas?, ¿quién te mandó?
No le contesto y sigo. Alcanzo a escuchar que la señora le dice a un hombre: “fíjate que anota, parece muy rara, no creo que sea periodista, seguro la mandaron del gobierno”.
Un helicóptero sobrevuela el Obelisco. Muchos creen que es la presidenta en su camino de la Casa Rosada a la Quinta de Olivos. Arman un masivo coro con una sola palabra: “Argentina, Argentina, Argentina”. Una joven universitaria llora. Le pregunto por qué.
—Me emocioné porque estoy orgullosa de que la gente, el pueblo, venga a defender la patria de estos ladrones que nos gobiernan y que nos van a destruir.
La autodefinición es una constante. Muchos de los aquí reunidos se refieren a sí mismos como “la gente” y “el pueblo”, los únicos con autoridad para criticar, demandar, protestar.
—¿Y los que apoyan al gobierno, ellos no son “la gente”?—, le pregunto a la muchacha.
—No. Los que apoyan a Cristina son todos unos vendidos. Además, cada vez son menos.
Absolutismo tranquilizador. Si la vida se divide entre buenos y malos, no hay nada más para pensar.os lugares comunes de oficialismo y oposición abundan en esta Argentina polarizada. Hoy es el turno de los opositores. Los temas en los carteles, mantas y pancartas hablan de corrupción, miedo, libertad, ataques a la prensa, inflación, INDEC…
En ningún país existe “la gente”, sino diferentes sectores sociales que siempre van a defender cada uno sus propios intereses. Por eso la masividad y la polarización no me sorprenden, ni me preocupan. Son reflejo de la pugna política que hay en un país polarizado, en un mundo polarizado. Son frecuentes las críticas sobre la supuesta “confrontación” que “sufren” los argentinos y que es promovida por las peleas entre sus dirigentes políticos. A mí no me asustan.
Es gracioso que crean que eso es algo sólo argentino y generado por la forma de gobernar del kirchnerismo. Yo lo veo como parte de un proceso global y como reflejo de sociedades que discuten. Se habla mucho sobre este tipo de dicotomías sociales en Venezuela o Ecuador, para descalificar sus sistemas y sus dirigentes, pero existe en muchos otros países, incluidos los europeos, y el mío.
En México la figura del izquierdista Andrés Manuel López Obrador polarizó a la sociedad en las elecciones de 2006, cuando compitió contra Felipe Calderón, y hace unos meses, en julio, cuando se enfrentó a Enrique Peña Nieto. López Obrador fue declarado perdedor en ambos casos, pero los procesos políticos fueron acompañados por movilizaciones multitudinarias que coparon las principales plazas del país y que dejaron en claro que no hay sociedades uniformes, ni tiene por qué haberlas, como a veces plantean algunos en Argentina.
Las “estrellas” del gabinete son el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, y el vicepresidente Amado Boudodu. Sus imitadores entregan billetes falsos a diestra y siniestra alrededor del Obelisco.
Un grupo de señoras reparte al mismo tiempo sonrisas y propaganda de una extraña alianza política denominada “PROA, La otra UCR”. Pienso si será una todavía desconocida unión electoral entre el PRO y los radicales para el 2013. No me suena posible, pero si algo he aprendido en esta década es que, en Argentina, todo es posible. El panfleto convoca a ir al Obelisco “en paz” y le advierte a la imagen de una Cristina Kirchner transformada en CruellaDeville: “No te tenemos miedo”. En otras postales, la presidenta es una reina con corona, pero tipo la bruja de Blanca Nieves.
Una pareja que rondara los 50 años sostiene una manta que demanda: “No al odio que crearon los K”. Los saludo. Les pregunto a qué se refieren.
—Me gustaría que Cristina se muriera—, me dice la señora.
— Eso es muy fuerte, parece que usted también tiene mucho odio.
—Sí, la odio, no la soporto.
No estoy segura de que algunas personas se escuchen a sí mismas cuando hablan.
—Ellos fomentaron el odio y lo consiguieron —continúa. Nadie los quiere. La gente está harta de Cristina. Se tiene que ir. Que se vaya con Néstor, así no lo llora tanto.
Muchas cartulinas tienen mensajes a la defensiva. “No somos golpistas”, aseguran algunas, pero basta hablar con quienes las cargan para que repitan un mismo mensaje: “andate, Cristina”.
Un niño muestra en su pecho un cartoncito con una frase escrita a mano. “Venimos en paz, no somos golpistas”. Le pregunto al padre qué quiere decir.
—Nosotros no vamos a pedirles a los militares que tomen el poder. Eso ya fue. Lo que queremos es que se convoquen a nuevas elecciones para que Cristina se vaya, no la queremos más.
Golpes eran los de antes. De toda la gente con la que hablé, un hombre y una mujer me dijeron que le venían a hacer reclamos al gobierno, pero que querían que Fernández de Kirchner terminara su mandato.
Sigo con mis entrevistas.
—Este gobierno nos falta al respeto, nos acusa de oligarcas, de golpistas, de fachos, sólo somos trabajadores. Nos ofenden. Queremos respeto.
La señora habla de corrido, casi ni respira. Ya que me habla de respeto, le señalo entonces a uno de sus compañeros de manifestación que armó una cartulina polémica, por decir lo menos.
“Cristina, no contengas los pedos porque se te suben al cerebro. De ahí te salen las ideas de mierda”. El mensaje es exitoso. El hombre es rodeado por fans que se ríen, lo felicitan por su ingenio y se sacan fotos con él.
Luego, varios de ellos me dirán lo mismo que la señora anterior: que quieren que “Cristina” (ninguno la llama presidenta) los respete.
— ¿Y a ustedes les parece respetuoso insultar así a una presidenta?
—Ella nos falta más el respeto a nosotros con su corrupción, con su enriquecimiento ilícito. Nos está robando todo, va a vaciar al país.
A todos con los que hablo les pregunto si les reconocen algo bueno a los Kirchner, alguna medida de estos nueve años: la renovación de la Corte, los juicios a los represores, el matrimonio gay. No sé. Algo. No hay nada. No los quisieron, no los quieren, no los van a querer.
Ya son casi las nueve de la noche cuando emprendo el regreso a casa. Tengo que mandar mi nota a México, y escribir también esta. Camino de regreso por la 9 de Julio. Mares de gente siguen llegando.
Me siento bien: avanzo en sentido contrario
Publicado por Natalia Müller Roth
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