lunes, 21 de noviembre de 2011

Hacia un totalitarismo rampante



Patrick Mignard.-La última peripecia griega, que consiste en ignorar la opinión del pueblo con respecto a las determinaciones de unas políticas de las cuales es el primer concernido, no es un error ni un paso en falso debido a la precipitación impuesta por la crisis financiera.
El episodio irlandés para imponer al pueblo su entrada en Europa y el episodio del Tratado Constitucional Europeo impuesto a los franceses por la vía parlamentaria, cuando lo habían rechazado en referéndum, forman parte de una lógica política que en la actualidad tiende a convertirse en una práctica habitual.
Las nuevas obligaciones del capitalismo
Sabemos desde hace decenios, incluso se podría decir desde su dominación en el siglo XIX, que el imperativo del capital era, y es, prosperar explotando la fuerza laboral y todas las demás técnicas –en especial financieras- que puedan servir a su principal objetivo: hacer dinero.
De tal forma que esta actividad se desarrolla en el centro de los grandes países industriales –incluso en los que no ha llegado el capitalismo-. Bajo su control y con la posibilidad de saquear a conciencia, y sin oposición, las riquezas del planeta, el capital ha podido, y ha sabido, mostrarse relativamente generoso con las personas a las que explotaba.
La lucha entre explotadores y explotados ha sido dura, pero estos últimos consiguieron arrancar ventajas económicas y sociales que constituyen lo que llamamos en la actualidad «derechos sociales». Por su parte el capital tenía interés en ceder, aunque solo fuese para asegurar una paz social favorable a los negocios.

Las circunstancias tras la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo después de la descolonización, «volvieron a repartir las cartas». Las condiciones de valorización del capital se internacionalizaron, desbordaron las fronteras protectoras de los «Estados-naciones», abrieron el camino a la desregulación financiera e hicieron oscilar al capital de un «capitalismo industrial» a un «capitalismo financiero», es decir, a las actividades financieras abastecedoras de beneficios nunca antes conocidos. Por lo tanto es lógico que la economía real, la de las empresas y los hogares, se haya convertido, de alguna forma, en la variable de ajuste de la economía financiera, la de los mercados financieros.
Los Estados, cualquiera que sea su color político, han sido cómplices de esta evolución, al optar por garantizar la liberalización de la economía. No solo las finanzas, sino también los servicios públicos, la sanidad, la educación o las jubilaciones.
El papel de árbitro del Estado, tradicional en el Estado-nación de la época del capitalismo industrial casi ha desaparecido. Solo prima el interés del capital, ahora globalizado.
Los asalariados marginados, pulverizados y debilitados en una relación de fuerzas desfavorable, ya están a merced de las exigencias de los actores financieros de la economía. Así, sus derechos sociales, poco a poco, se van recortando.
El Estado recupera su papel tradicional de garante del sistema e impone, sin discusión, el orden al servicio de los intereses del capital.

¿Por qué una tendencia totalitaria?
Esta nueva situación tiene importantes consecuencias en la esfera política.
Eso que llamamos democracia se basa en una situación en la cual la sociedad ofrece condiciones de existencia más o menos aceptables a los trabajadores, pero todavía tienen un empleo, un ingreso, y pueden reivindicar, luchar para mejorar sus condiciones de vida. Esta situación es la que explica, probablemente, que en ningún país capitalista desarrollado la clase obrera nunca haya derrocado el sistema que le oprimía. La situación era soportable y ofrecía perspectivas de mejora.
En la actualidad, el estado de desarrollo del capitalismo pueden prescindir ampliamente, en particular en los viejos países industrializados, de la fuerza laboral disponible en la sociedad. Eso explica el aumento de la exclusión, que ya es más importante de lo que lo era la explotación. Por otra parte la lucha contra la explotación capitalista en la actualidad acarrea el riesgo de exclusión. Los trabajadores ya no tienen enfrente a patrones de carne y hueso, sino a entidades abstractas e inaprensibles: los mercados.
Así, un sistema incapaz de crear vínculos sociales, cohesión social -de los trabajadores- forzosamente se debilita en cuanto al orden que debe reinar. El capital ya no paga, las conquistas sociales desaparecen, se generaliza la regresión social, la exclusión se extiende a todas las capas de la sociedad… solo la fuerza, la prohibición y la represión se convierten en los medios de la estabilidad.
Mientras tanto la ilusión de la «democracia política», mantenida por una clase política parásita y cómplice, con gran refuerzo de medios de comunicación, dará el aspecto de que existe un orden, pero no impedirá la descomposición social: agrupaciones comunitarias, delincuencia, protestas… Pero esa situación no puede durar mucho tiempo.
El poder político cada vez se acomodará más en los principios que proclama: si el pueblo no vota como debe… soslayará la opción de los votantes con la ayuda de la política: por ejemplo el Tratado Constitucional en Francia o la presión de los dirigentes europeos para evitar una consulta popular en Grecia con respecto al programa europeo que le imponen.
Ciertamente se pueden considerar esos casos como hechos aislados, pero si observamos de cerca en realidad es una tendencia que se está estableciendo. Estamos asistiendo a una auténtica desviación de la legitimidad.
Una desviación tanto más simple de justificar en cuanto que siempre se puede explicar que «los representantes del pueblo expresan la voluntad de éste así que realmente no es necesario consultarle». Una desviación tanto más fácil de llevar a cabo en cuanto que los dirigentes saben que el pueblo no tiene ningún medio de presión, ninguna organización, ninguna perspectiva fuera de las instituciones… y que participa, a falta de algo mejor y por miedo a lo desconocido, en la mascarada electoral que bloquea todo.
Las revueltas que se pueden expresar son fácilmente controlables gracias a los mercenarios (ejército, policía) del poder, el cual explica que esas fuerzas son «democráticas» puesto que están dirigidas por los representantes elegidos.
La llegada al gobierno griego de miembros de un partido de extrema derecha (tres secretarios de Estado)… ¿No les recuerda algo? Sin hacer una comparación que podría resultar excesiva, a pesar de todo un acontecimiento de este género tiene un significado político evidente en un país prácticamente en la bancarrota para salvar al sistema.
Así, de unas cosas a otras, en nombre de imperativos económicos y financieros calificados de inevitables y «naturales»… y con la mejor voluntad «democrática» del mundo, se termina instaurando y aceptando un sistema político totalitario.
Ese sistema político aparece entonces al desnudo y desvela lo que es realmente: un instrumento de dominación social.
En las cabezas y en la calle ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. La salida de esta pesadilla generalmente cuesta muy cara.
En la historia del siglo XX el fascismo ha sido uno de los medios del capitalismo para superar una situación bloqueada y evitar su cuestionamiento. El fascismo no está fuera del capitalismo, sino que es uno de sus productos y lo utiliza en un momento determinado para superar sus contradicciones. Eso muestra el carácter efímero y frágil de lo que denominamos «democracia», que solo existe cuando el capital la considera acorde con sus intereses, pero puede ignorarla perfectamente. Es el caso de China o Rusia… y la historia del siglo XX nos muestra múltiples ejemplos.
No podremos decir que no estábamos avisados.

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