Por Eduardo Videla
Hija de hacendados, mestiza, guerrillera. “Fue una mujer amada por los campesinos y los pobladores originarios, que combatió por la independencia de esta tierra”, define Araceli Bellota, directora del Museo Histórico Nacional, sobre Juana Azurduy, de cuyo nacimiento se cumplieron el viernes 233 años. “Fue una combatiente que pagó con su vida y la de su familia su lucha por la causa de la revolución”, sostiene Hugo Chumbita, del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego. “Hablar de Juana Azurduy implica una reivindicación hacia la mujer, cuyo papel en la epopeya de la emancipación fue eliminado por la historiografía liberal; y hacia los pueblos originarios, cuya participación en la lucha revolucionaria también se ocultó, para justificar el posterior genocidio”, afirma Javier Garín, del Centro de Estudios Históricos Felipe Varela. Los tres historiadores participaron de la charla que se llevó a cabo días atrás, en la Legislatura, sobre la figura de Juana Azurduy y la propuesta de reemplazar el monumento a Cristóbal Colón con otro en homenaje a la mujer nacida en el Alto Perú. La exposición fue organizada por los diputados Juan Cabandié y Gabriela Alegre.
“Un monumento es un símbolo que elige una comunidad para establecer determinados valores que tienen que ver con los aportes a su historia. ¿Qué aporte hizo Colón, que llegó a América por casualidad? Juana Azurduy combatió por la independencia de esta tierra”, dice Bellota, en una entrevista con Página/12, para defender la propuesta del cambio. “Colón no es una figura que nos interese reivindicar. Tal vez sí a los españoles. Pero sus ideas sobre los pueblos nativos, y sus actos, fueron el comienzo de su exterminio”, completa Chumbita.
Reescribir la historia
“La participación de la mujer en la lucha por la emancipación fue borrada por la historia de Mitre, al mismo tiempo que Vélez Sarsfield reafirmaba en el Código Civil la postergación legal de las mujeres. Pero durante la guerra de emancipación, la mujer se liberó de los lazos del patriarcado y miles fueron combatientes en los ejércitos y en la guerrilla”, sostiene Garín, miembro del centro de estudios que dirige Norberto Galasso.
“Esa guerra de guerrillas –agrega Bellota– fue llamada despectivamente por la historiografía oficial como Guerra de Republiquetas, es la que libraron los caudillos del Alto Perú. Cada caudillo comandaba un pueblo: hubo 102 caudillos de los cuales sólo sobrevivieron nueve. Y sus tropas estaban mayormente integrada por pobladores originarios”, precisa Araceli Bellota. “Durante esos años –interviene Chumbita–, esas fuerzas irregulares lograron mantener a raya a los ejércitos realistas y mantuvieron viva la llama de la revolución.”
Uno de esos caudillos era Manuel Ascencio Padilla, el esposo de Juana Azurduy. Ambos se sumaron a la sublevación de Chuquisaca, ese olvidado antecedente de la Revolución de Mayo ocurrido justo un año antes, el 25 de mayo de 1809, liderada por Bernardo de Monteagudo, que por entonces tenía apenas 20 años, y el militar patriota Juan Alvarez de Arenales. Ese movimiento terminó derrotado, pero encendió la chispa de la lucha emancipadora que, en el Alto Perú (hoy Bolivia), se prolongó hasta 1824.
Después de la derrota de esa sublevación empezó el desbande. “Los revolucionarios fueron perseguidos, perdieron sus haciendas. Padilla reorganizó sus fuerzas, Juana no pudo seguirlo, huyó con sus cuatro hijos, se ocultó en cerros y pantanos. Todos sus niños murieron por enfermedades”, recuerda Bellota. Un año después nació Luisa, que logró sobrevivir porque Juana la dejó al cuidado de una familia para sumarse a la lucha.
“En 1816 fue herida en combate. Padilla acudió a rescatarla y fue herido de muerte. Lo decapitaron y pusieron su cabeza en una pica, como hacían con todos los caudillos capturados, como escarmiento y para infundir terror a las fuerzas patriotas. Juana, en una acción militar, recuperó la cabeza de su marido”, cuenta la directora del Museo Histórico Nacional.
El destino de Juana Azurduy estaba signado desde su nacimiento: llegó a este mundo en 1780, el mismo año en que Túpac Amaru II y Micaela Bastidas encabezaban la gran rebelión anticolonial en el Perú. “Era mestiza, hija de un español y una pobladora originaria y desde chica trabajó en el campo de su padre, con los campesinos nativos, a quienes consideraba sus hermanos. Con ellos aprendió a hablar aymara y quechua”, precisa Bellota.
Después de la Revolución de Mayo, las fuerzas de Padilla y Azurduy se sumaron a los ejércitos de Juan José Castelli, José Rondeau y Manuel Belgrano. “Después de algunas victorias, como Suipacha, tuvieron que replegarse”, recuerda Chumbita. Juana participó del Exodo Jujeño y luego en Vilcapugio y Ayohuma. Cuando murió su esposo, fue a Salta y combatió a las órdenes del general (Martín Miguel de) Güemes. Así hasta 1821, cuando el caudillo salteño murió, herido en combate.
En 1816, por su papel en dos batallas contra los españoles, el director supremo le otorgó el grado de teniente coronel y Manuel Belgrano le entregó en forma simbólica su espada.
Pero después de la muerte de Güemes, Azurduy dejó la lucha y volvió al Alto Perú. Estaba en la miseria. En 1825, después de la batalla de Ayacucho, cuando la guerra de la Independencia está terminada, Bolívar la fue a visitar y ordenó que le entreguen una pensión. Hasta que en 1957 el gobierno oligárquico de José María Linares se la quitó y condenó a Azurduy a vivir en la miseria hasta su muerte, en 1862, cuando tenía 81 años.
“En la Argentina, la historia liberal se desentendió de Bolivia, por entonces el Alto Perú, como si nunca hubiera pertenecido a las Provincias Unidas”, dice Chumbita. “Pero las provincias del Alto Perú habían enviado diputados al Congreso de Tucumán, que declaró la independencia de las Provincias Unidas de América del Sur, es decir, de todo el continente y no solo del Río de la Plata”, agrega Garín.
Monumentos y batalla cultural
“No hay olvido, no hay injusticia que pueda borrar el gesto de tu entrega, por amor a tus paisanos, en las primicias de la revolución”, dice la carta que leyó Hugo Chumbita en el encuentro, como homenaje al aniversario de Juana Azurduy. El y los otros dos expositores se manifestaron de acuerdo en que un monumento a la mujer, ascendida post mortem a generala por la presidenta Cristina Kirchner, reemplace al de Cristóbal Colón, detrás de la Casa de Gobierno.
“Colón es la representación máxima del sometimiento de América a Europa, al punto de que llamamos colonia a la dominación extranjera y colonización a los procedimientos político-militares empleados para oprimirnos”, dice Garín. Y cita a Evo Morales, cuando se pronunció por la “descolonización del pensamiento”. O, yendo más lejos, a Monteagudo, “que impulsaba hace doscientos años la liberación de los cerebros: decía que la colonización comienza por la mente, cuando el sistema de opresión logra que los pueblos oprimidos piensen de sí mismos con las ideas del opresor: cuando caen en la autodenigración, cuando pierden la autoestima, cuando se deshacen en admiración por lo extranjero”.
En cambio, Juana Azurduy fue una combatiente. “No fue la única, hubo miles de mujeres que participaron de la gesta de la emancipación, algunas como guerreras, otras como espías, algunas acompañando a los ejércitos, otras sosteniendo la retaguardia o colaborando en la resistencia popular”, destaca Garín.
“Los viajes de Colón terminaron con el exterminio de los pueblos de las islas del Caribe, sometidos a trabajo esclavo”, agrega Chumbita.
“Basta con usar el sentido común –concluye Araceli Bellota–: los monumentos son símbolos que elige una comunidad para establecer determinados valores. Colón, después de tres viajes, murió creyendo que había llegado a las Indias, llegó a América por casualidad. En una carta a los Reyes Católicos describía a los pobladores de Guanahani como pacíficos, de hablar dulce, y sugería que con 50 hombres se los podía dominar. Está claro que su intención no era otra que la dominación.”
En definitiva, sostiene Garín, “la Historia no es un entretenimiento de eruditos, sino un campo de disputa en la batalla cultural que se libra en todas las épocas y en todas las sociedades”. No hay neutralidad posible, se desprende, en el debate entre Colón y Azurduy: cada uno sabe qué defiende cada posición.
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