viernes, 19 de febrero de 2016

Capitalismo regresivo frente a democracia social




Existe un conflicto de fondo entre el capitalismo regresivo y autoritario y la democracia social. Son dos opciones incompatibles de gestión y de salida de la actual crisis sistémica, socioeconómica, política y del modelo de integración europeo. Las alternativas básicas son entre la consolidación de la hegemonía del proyecto liberal-conservador o la posibilidad de un avance de fuerzas de progreso, en defensa de un proyecto más democrático, justo y solidario para Europa.
Dejamos al margen el debate más general sobre la compatibilidad o no del desarrollo capitalista y la persistencia de Estados democráticos, ya iniciado en las primeras décadas del siglo XX. La historia ha demostrado su convivencia, particularmente en los modernos estados sociales y de derecho europeos, donde nos centramos.

Existe el precedente keynesiano y del Estado de bienestar, con el llamado capitalismo (de rostro) ‘humano’: desigualdad social y subordinación de las mayorías sociales, pero ligado a sistemas democráticos o representativos y con libertades públicas, junto con progreso material y protección pública de la población. El paso intermedio ha sido el del liberalismo social: igualdad y protección pública de ‘mínimos’ y desarrollo del mercado –financiero y desregulado-, con más desigualdad.

En las últimas décadas se ha producido un retroceso en la calidad democrática y participativa de sus regímenes, con menor capacidad de la población y sus órganos representativos para influir en los procesos económicos que afectan a la sociedad. Se ha generado el desborde o complacencia de muchos Estados y su clase gobernante (mediante su inacción y colaboración o la desregulación) respecto de los mercados financieros y el proceso de globalización. Se ha incrementado la pérdida de control político y democrático de la economía, incluso por los grandes Estados como EEUU y la UE y los organismos ‘reguladores’ internacionales. La política (la democracia), como expresión del interés general de la sociedad, ejerce menos control e influencia que los grandes agentes económicos guiados por su interés privado. Las instituciones políticas quedan más marginadas y deslegitimadas por esa dejación de funciones de representación y defensa del bien común o los derechos de la ciudadanía; muchas veces aparecen como defensoras de los privilegios de las minorías poderosas.
En particular, en esta fase de capitalismo financiero y globalizado, más regresivo y autoritario, se acentúa su conflicto con la democracia, al menos con los componentes más avanzados, participativos o sociales. El horizonte de la gestión y la salida liberal-conservadora de la crisis son unos Estados con una democracia más débil, con el respeto mínimo al sistema representativo, social y de derecho y una interpretación restrictiva de los derechos civiles y políticos. Particularmente, se está imponiendo un proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, de reducción de la suficiencia de los sistemas de protección social y prestaciones públicas y debilitamiento de las garantías de los derechos sociales y laborales plenos. Así, el neoliberalismo y el neoconservadurismo, la globalización de los mercados, desregulada y apoyada o consentida por los Estados, sin control ni aval democrático, y la involución sociopolítica y moral de las élites dominantes, están produciendo una ruptura del contrato social y político con la ciudadanía.
Se amplía la desconfianza de la mayoría de la población respecto de la clase política gobernante. Supone un debilitamiento de la representatividad de las élites, o desafección política, derivada de su gestión regresiva y autoritaria, separada y en contra de los intereses y demandas de mayorías populares. Por tanto, existe un déficit democrático, un autoritarismo de las élites institucionales y económicas. Su argumento para imponer la desigualdad, la apropiación de bienes y el poder de unos y la exclusión de otros es que la solución proviene del mercado y el individuo o de la gestión de los líderes o tecnócratas, eludiendo la participación cívica. Se rompe el proceso de integración social y territorial y se debilita una construcción europea solidaria, junto con el reajuste adaptativo de las élites dominantes y la subordinación de las mayorías populares del sur europeo (y mundial).
Las actuales políticas dominantes en la UE están acentuando las brechas sociales en el interior de los Estados, especialmente los más débiles económicamente. Particularmente, están ampliando las brechas entre los Estados del Norte (acreedores y más desarrollados) y los del Sur (deudores y con fuertes déficit de sus aparatos productivos y sistemas públicos). Es decir, están disgregando la unidad europea, vaciando el proceso de integración y alejando las instituciones comunitarias de las necesidades populares. Los sectores progresistas tienen (tenemos) el reto de derrotar la austeridad y la gestión liberal-conservadora y defender el avance y la consolidación de una democracia social. No solo en el ámbito de cada estado sino también en la conformación de unas instituciones europeas más democráticas, superando la actual dinámica prioritariamente ‘inter-gubernamental’ y elitista, al servicio de los grandes poderes oligárquicos, junto con el desarrollo de una política social y económica más justa e integradora. El modelo institucional europeo, frente a la tendencia contraria dominante, debe ser más social, más democrático y más solidario. El capitalismo regresivo y autoritario es incompatible con una democracia social avanzada y con una construcción europea solidaria e integradora.
En definitiva, ante el amplio apoyo social que tiene el estado social y de derecho, al proyecto liberal-autoritario se le opone una amplia resistencia cívica y la deslegitimación social. Frente a la involución regresiva, se produce una fuerte y prolongada pugna sociopolítica, cultural y ética en torno a esos dos ejes: democracia (participación ciudadana, control de gobernantes y soberanía popular) frente a los poderes económicos y el autoritarismo, y un carácter social progresivo (favorable a las mayorías sociales y subalternas). El conflicto sigue abierto.
Una igualdad fuerte, clave para el progreso
Existen, básicamente, dos concepciones progresistas de la justicia: liberalismo social, con derechos mínimos, de las tendencias centristas (mayoritarias en las direcciones socialistas), y modelo redistribuidor y protector, con ciudadanía social plena, de las izquierdas transformadoras o fuerzas alternativas. Y dos intensidades de la igualdad: a) igualdad de mínimos o derechos solo básicos; b) igualdad ‘fuerte’, con plenas garantías institucionales y suficiencia presupuestaria. La socialdemocracia europea hace tiempo que ha abandonado una orientación social igualitaria firme y avanzada. La tendencia mayoritaria del centro-izquierda socialista europeo se ha pasado al social-liberalismo de tercera vía o nuevo centro. Se han incorporado a la gestión liberal de la crisis económica y tienen problemas para elaborar un discurso propio y diferenciado de las derechas para mantener una frágil igualdad de mínimos o un Estado de bienestar básico; la tendencia dominante, el consenso liberal-conservador-socialdemócrata europeo, es hacia el debilitamiento de su función pública, protectora, distribuidora y reguladora y la reafirmación del mercado como base de la (in)seguridad social.
Son significativos los intentos de algunos intelectuales, de ese ámbito de influencia socialista, de articular un nuevo discurso autónomo del liberal dominante. Así, el prestigioso catedrático, ensayista y actual presidente del Círculo de Economía, Antón Costas, en su interesante artículo ‘Un nuevo progresismo’ (El País, 11-10-2015) apunta a la necesidad de un nuevo discurso progresista “para sustituir a la sociedad desigualitaria e injusta que colapsó en 2008” y plantea: 1) Instituciones para la estabilidad macroeconómica y preservación de servicios públicos fundamentales. 2) Fortalecer la política contra los monopolios y los privilegios concesionales y corporativos, con regulación de los mercados financieros. 3) Giro radical a las políticas empresariales; virar el rumbo desde la rentabilidad hacia la productividad; no a las devaluaciones salariales… y sí a la educación, la inversión y el I+D. 4) Un Estado menos intervencionista y más innovador y emprendedor; replanteo de la relación Estado-mercado. 5) Un nuevo Estado social volcado en la igualdad de oportunidades; virar desde la protección a los mayores y clases acomodadas hacia la de los jóvenes.
Puede ser una base de debate sugerente, particularmente en los tres primeros puntos. Pero es insuficiente, especialmente en los dos últimos puntos: El Estado, las instituciones públicas, con mayor participación cívica, deben articular un papel más (no menos) intervencionista (regulador de la economía, garantía de derechos y bienes públicos y gestor de servicios fundamentales); la sociedad en su conjunto, incluido los mayores –sistema de pensiones, sanidad pública…- necesita mayor protección social pública (no menor o una simple reestructuración interna entre distintos segmentos), así como suficiencia y calidad de los servicios públicos esenciales; desde luego, la prioridad es la atención a los sectores más desfavorecidos, con planes de emergencia social o rescate ciudadano, combinado con mayor carga impositiva para los más acomodados y, especialmente, los más ricos; y, en particular, para la mayoría de jóvenes es imprescindible incrementar la calidad e igualdad del sistema educativo y garantizar sus procesos de inserción laboral y profesional de forma más digna sin la imposición de las actuales trayectorias precarias. Se puede avanzar un desarrollo programático de las políticas sociales, pero hay que diferenciar esa doble opción: un reformismo fuerte, con plenas garantías, o una simple adaptación a la dinámica de desigualdad, con leves medidas superficiales y retóricas.
Por otro lado, cuando hablamos de democracia ‘social’, nos referimos no solo a las estructuras socioeconómicas sino a todas las ‘relaciones sociales’ de dominación / subordinación y de reciprocidad / cooperación. Así, existen distintas oportunidades en el acceso, posesión, control y disfrute de recursos y poder, derivadas de condiciones ‘no legítimas’ (origen étnico-nacional, sexo, otras opciones ‘culturales’) y ‘discutibles’, según la cultura y la pugna legitimadora (herencia, propiedad, control, estatus, familia). Por tanto, se mantienen en muchos ámbitos relaciones de ventaja-privilegios frente a desventaja-discriminación; o, bien, de dominación-explotación con efectos de opresión-subordinación-sometimiento. Todo ello, debe ser considerado en una perspectiva amplia del avance de la igualdad.
La percepción cívica de la injusticia social es clave para generar rechazo popular y dinámica de cambio. Es fundamental la reafirmación popular en la cultura democrática y de justicia social opuesta a la austeridad y la prepotencia de los poderosos.
Un primer nivel es el de los ‘derechos humanos iguales’ (civiles, políticos y socioeconómicos), derivados de la pertenencia a la humanidad o una ciudadanía con la contraparte de los deberes del Estado (o la sociedad). O bien, la igualdad de oportunidades ‘débil’ o mínima y de punto de partida (acceso, mínimos de supervivencia, capacidades básicas). Es compatible con la libertad de mercado (empresarial) o la desigualdad en el resto de condiciones por imposición de poder, propiedad, dominio y control.
Un segundo nivel es remover obstáculos en las trayectorias personales, evitar privilegios por arriba y garantizar a la gente derechos sociolaborales y participativos y resultados igualitarios y emancipadores. Desde la concepción de una ciudadanía social plena, se trata de consolidar un fuerte Estado de bienestar y una democracia avanzada, con sólidas garantías de los derechos sociales y laborales, fuertes instituciones y servicios públicos, amplia protección social y suficiente capacidad fiscal y redistribuidora. Se trata también de la acción positiva o transformadora, para reequilibrar la desigualdad de origen, contexto y trayectoria. Es la idea de promover la igualdad en las capacidades individuales y grupales que permitan un desarrollo integral de las personas, su libertad real o no-dominación.
La cultura de los derechos humanos (básicos o mínimos, como derecho a la existencia, y el trato igual o no discriminatorio) es fundamental, sobre todo, para los sectores desfavorecidos. Pero es insuficiente al no abordar el resto de la realidad desigual de necesidades y de recursos existentes en la estructura socioeconómica o las relaciones sociales: la distribución desigual de rentas, recursos y poder según méritos (i)legítimos y/o condiciones ilegítimas de propiedad, posesión, dominación, familia-herencia, nacionalidad... Por tanto, es imprescindible defender y avanzar en ese proyecto de igualdad fuerte y Estado de bienestar avanzado, ligado a mayor democracia.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid

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