Francisco Castejón.-Nota final de Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, Ciencia en el ágora. Conversaciones sobre el almacén temporal centralizado, las bombillas de larga duración, la homeopatía y las medicinas “naturales”, la existencia del SIDA, la vacunación y sus críticos, y la hecatombe nuclear de Fukushima . El Viejo Topo, Barcelona, 2012.
Vivimos en un mundo donde la técnica y el conocimiento de las ciencias de la naturaleza han alcanzado niveles desconocidos hasta la fecha. Nuestra civilización, nuestras formas de producción y de consumo, de vida en suma, están fuertemente influenciadas por este desarrollo tecnológico. Existen múltiples y sencillos ejemplos que lo ponen de manifiesto. En la época en que estamos podríamos destacar las tecnologías de la información como las más influyentes. Las comunicaciones, internet, los medios de transporte han convertido el mundo en más pequeño y más interconectado, para lo bueno y para lo malo. Las tecnologías de la información facilitan la globalización capitalista pero también la conexión entre las sociedades y los ricos intercambios culturales. Las revueltas árabes y el movimiento del 15 de mayo no habrían sido lo mismo sin las posibilidades que otorgan las redes sociales y estas nuevas tecnologías.
Sin embargo, los avances científicos y tecnológicos todavía no son capaces de librarnos de forma segura de todos los riesgos y amenazas. Como tampoco se ha conseguido que las ventajas de estos conocimientos alcancen a todos los seres humanos por igual.
Por un lado, la capacidad tecnológica y el conocimiento alcanzados no lo pueden todo. Existen todavía grandes incógnitas que resolver y, además, todavía se encara mal la complejidad que se da cuando se entrelazan diferentes fenómenos físicos, aunque todos ellos se entiendan por separado.
Por otro lado las sociedades realmente existentes presentan unas dinámicas que dificultan la aplicación del conocimiento para el beneficio de las personas. Existen grandes poderes económicos que tiene intereses en que se usen y se extiendan unas tecnologías y no otras. Existen también los poderes políticos no democráticos que pilotan sus países sin atender a los intereses de sus ciudadanos.
Todas estas circunstancias entrelazadas hacen que la tecnología no sólo no haya resuelto muchos problemas que están a su alcance, sino que haya hecho emerger riesgos nuevos que antes no teníamos planteados como seres humanos. El cambio climático es seguramente uno de esos riesgos globales nuevos que son hijos de la aplicación de ciertas tecnologías, como sobre todo la quema de combustibles fósiles para el transporte y la producción de energía, de intereses económicos como los de las petroleras o las industrias del carbón, del automóvil, etc., y de grandes inercias sociales que dificultan el cambio de las pautas de consumo. Además, existe todavía un conocimiento científico limitado de las dinámicas climáticas y de los numerosos y complejos factores que influyen sobre el clima. A pesar de este desconocimiento, tenemos ya tal acumulación de evidencias que es de locos no tomar medias preventivas. Es verdad que no se pude determinar con exactitud como variarán las precipitaciones o las temperaturas en tal o cual lugar concreto, pero las predicciones climáticas globales son ya muy indicativas de la amenaza a que nos enfrentamos.
Otro ejemplo de riesgo relativamente moderno es el riesgo nuclear. La aparición de las tecnologías nucleares en el mundo fue bastante desgraciada puesto que se usaron por primera vez para fabricar bombas nucleares. La conferencia Átomos para la Paz, que se celebró en 1955 auspiciada por la ONU, no mejoró las cosas. Se nos prometió que el átomo nos traería bienestar, energía barata, capacidad par librarnos de muchas amenazas naturales. Sin embargo, el tiempo ha demostrado cuán falsas eran esas promesas. Y, dados los resultados, uno no puede dejar de dudar que la verdadera motivación fuera el bienestar social.
La energía nuclear provee aproximadamente el 6% de toda la energía consumida en el mundo (dependiendo de la metodología que se use para este cálculo, este porcentaje puede reducirse a la mitad) y se concentra en los países industrializados y en los emergentes. Y a cambio de estos beneficios nos tenemos que enfrentar a serios inconvenientes como la generación de residuos radiactivos, la amenaza de proliferación, la contaminación radiactiva,… y el riesgo de accidente. Y es que la reacciones nucleares de fisión son intrínsecamente inseguras y es imprescindible la intervención humana para mantenerlas bajo control.
Se argumentará, con razón, que los accidentes nucleares graves son relativamente infrecuentes y que estamos sometidos a riesgos mayores en nuestra vida cotidiana, en el sentido de que son más probables. Sin embargo, los accidentes nucleares son tan catastróficos cuando ocurren que compensan su poca probabilidad. A esto hay que añadir la indefensión de los ciudadanos ante la radiactividad, que ni se huele ni se siente, y el hecho de que se fuerce a la sociedad a asumir este riesgo sin que sea la receptora de los beneficios que aportan las centrales nucleares.
El accidente de Fukushima añade un factor nuevo en la discusión sobre el riesgo nuclear. Hasta este momento, los iniciadores de los accidentes eran interiores a las centrales. En los accidentes de Chernóbil (Ucrania, 1986) y Three Miles Island (Penslvania, EE. UU, 1979) las causas hay que buscarlas en el diseño de los rectores y en errores cometidos por los operadores. Sin embargo, en Fukushima aparecen factores nuevos, exteriores a la central: el terremoto y el tsunami. El problema es que estos sucesos son impredecibles para los humanos. Nuestro conocimiento no es suficiente para preverlos y mucho menos para controlarlos.
Si pensamos que la tecnología debe existir para hacernos la vida más fácil a todos los ciudadanos, deberíamos abandonar aquellas actividades cuyo uso aumentan nuestro sufrimiento y la incertidumbre de nuestras vidas. Tal es el caso de la energía nuclear. Sin embargo, existe tal maraña de intereses que dificulta mucho avanzar en esta dirección.
Los humanos le debemos mucho al conocimiento científico y al desarrollo tecnológico. Nos han permitido luchar contra el oscurantismo y contra la enfermedad, haciéndonos más libres, y nos permite alcanzar mejores condiciones de vida. Sin embargo tenemos el problema de que existen ciertas tecnologías cuyo uso conlleva riesgos inadmisibles, así como que se usan para dañar a otros seres humanos. También nos enfrentamos a una obtención desigual de los beneficios que aportan. Las diferencias entre países pobres y ricos y entre personas pobres y ricas se notan también en el acceso hacia las ventajas de las tecnologías, aunque a menudo se compartan los inconvenientes. O lo que es peor, sean los pobres los que más los sufren: no en vano las actividades más contaminantes se trasladan a menudo a países pobres donde se sufren las peores consecuencias de muchas actividades industriales. La fuga tóxica de Bhopal puede ser el ejemplo más claro.
Es necesario un ejercicio de democratizar la tecnología, de conseguir que la sociedad pueda opinar sobre cómo se usa. Es imprescindible que los ciudadanos cuenten para definir qué desarrollo tecnológico queremos y como ha de aplicarse. Qué actividades deben potenciarse y cuales deben ser abandonadas. Y no es excusa decir que se trata de asuntos muy complejos, fuera del alcance de la ciudadanía. Es posible y necesaria una labor divulgativa para que la gente tenga la imprescindible cultura científica como para entender los riesgos modernos. Así como son necesarios los científicos y tecnólogos críticos que tomen la palabra y actúen ante estos desafíos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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