Juan Montero Gómez. Una de las diferencias esenciales entre la derecha clásica y la izquierda no dogmática se refiere a la construcción de lo nuestro; a la consideración del otro como interlocutor y, por lo tanto, a la capacidad de esta izquierda para recrear y recrearse en el campo del nosotros al que, de forma constante, se dirige, frente al desprecio olímpico que las derechas le profesan.
Tal vez haya muchos idiotas pero la auténtica izquierda nunca se dirige a ellos, simplemente no los considera. Se niega, es posible que de un modo un tanto ingenuo, utópico, a tratarnos como tales; no suelta homilías, no dispara consignas ni frases grandilocuentes aunque vacías, busca argumentos, trata de convencer y, en ese mismo gesto, va implícita la valoración de la inteligencia del otro al que se dirige buscando siempre persuadir, demostrar la fuerza de sus razones.
El reto es siempre responder a la consigna con el argumento, a la doctrina con el diálogo. Frente a la propaganda de las derechas, su grandilocuencia boba, aparece el discurso de las izquierdas. Por todo ello el “nosotros” es, en esencia, patrimonio de la izquierda, de una izquierda no dogmática, acostumbrada e impulsora del matiz, de la duda, de la sospecha, de todo aquello que caracteriza la inteligencia y, particularmente, la crítica y, muchas veces por ello, escindida, discutidora, débil.
Construir así una alternativa real al desprecio que las derechas muestran por la inteligencia y, particularmente, por buscarla ahí adonde se dirigen, el para ellas siempre improbable cerebro de los otros, es el reto hoy de una izquierda que además ha de ser valiente. A esa izquierda hoy le falta no sólo convicción sino sobre todo coraje, coraje para defender una clara alternativa y hacerlo hasta el final, incluso a riesgo de perder sucesivas convocatorias electorales. Coraje que devolvería a esa izquierda una coherencia y un papel protagónico de tal modo que, el día de su vuelta, las posibilidades electorales de un retorno de estas derechas al gobierno serían ya prácticamente nulas. Habríamos conseguido al fin que se marginasen; que, poco a poco, se transformasen en una mala anécdota.
En este sentido, Grecia, con el hundimiento de sus derechas, ND y Pasok, y el probable triunfo de una izquierda real, es hoy un ejemplo a seguir y a seguir de forma manifiesta. Hoy, las poblaciones cada vez más ignoradas de Europa, deberíamos estar ya organizándonos para apoyar de forma activa a los griegos ante su nueva convocatoria electoral. Si no asistimos antes a un golpe de estado, otro golpe de estado, nos jugamos mucho en Grecia dentro de un mes. Compensar con nuestro apoyo la tremenda presión, la amenaza y el chantaje permanente que los electores griegos van a sufrir desde la troika y, particularmente, desde Alemania y, mientras no se demuestre lo contrario, cosa que siguiendo la tradición socialdemócrata me temo no se va a demostrar, también desde Francia, es algo que debería unirnos de forma decidida. Es el momento de remontar el miedo, es el momento de acabar con esta Europa de mercaderes y delincuentes, es el momento de hacer, de una vez por todas, política desde la izquierda.
Decía el pensador francés Jacques Rancière en su libro “El odio de la democracia” que la democracia no es ni esta forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esta forma de sociedad regulada por el poder de la mercancía. Ella es la acción que sin pausa arranca a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública y a la riqueza la omnipotencia sobre las vidas. Por todo esto, añadía un poco más adelante y hablando aún de la democracia que ella no es el resultado de ninguna necesidad histórica ni es portadora de ninguna, confiándose sólo a la constancia de sus propios actos. Y culmina su argumentación diciendo que la cuestión tiene pues de donde suscitar miedo, luego odio, en aquellos que están habituados a ejercer el control del pensamiento. Pero entre aquellos que saben compartir con cualquiera el poder igual de la inteligencia, ella puede suscitar por el contrario coraje, luego alegría.
Por todo lo dicho, es obvio que la pedagogía debe ser parte estructurante de lo político a la vez que labor de una izquierda que, en lugar de imitar los modos y maneras de la derecha ha de contribuir, de forma decidida, a la formación de una población que termine por despreciar los cantos de sirena de estas derechas absolutas sólo entonces definitivamente obsoletas.
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