La recepción extática que dieron al primer ministro israelí Binyamin Netanyahu cuando ascendió al estrado para dirigirse a una sesión conjunta del Congreso fue como los triunfos con los que honoraban a los generales romanos cuando volvían de sus guerras de conquista. Es verdad, “Bibi” no llevaba a la zaga a un presidente Obama encadenado, como los romanos arrastraron a Vercingetorix, rey de los galos, pero por otro lado no necesitaba hacerlo. Solo horas antes, el senador Harry Reid había renegado de su propio presidente y líder de su partido, al distanciarse del plan de paz para Medio Oriente del gobierno de Obama, reiterando su apoyo a Netanyahu, mientras otros demócratas corrían a las colinas. El triunfo de Netanyahu –después de 56 entusiastas ovaciones de pie– fue total.
El contenido del discurso del primer ministro fue casi irrelevante: fue la usual panoplia de mentiras, “sesgo”, y alarde. Mentiras sobre lo bien que va la economía palestina, restando importancia a la criminal ocupación por Israel de territorios conquistados, y alardeando del poder sionista, no del poder militar del Estado judío, sino de su poder político aquí mismo, en EE.UU. Cuando se trata de una competencia entre el jefe ejecutivo de la nación más poderosa del mundo y el primer ministro de un país que caería al abismo sin apoyo de EE.UU., este último demostró su superior potencia.
“En un Medio Oriente inestable, Israel es el único apoyo de la estabilidad. En una región de alianzas variables, Israel es el aliado inquebrantable de EE.UU. Israel siempre ha sido pro estadounidense. Israel será siempre pro estadounidense.”Solo en un universo alterno, un Mundo Bizarro, es Israel “el único apoyo de la estabilidad” en una región volátil. Más bien, la verdad, es todo lo contrario: el Estado judío es la fuente primordial de inestabilidad, debido enteramente a su inclemencia falta de humanidad al imponer una ocupación militar que abruma la conciencia del mundo.
Netanyahu lo ve al revés: EE.UU. es y ha sido el aliado inquebrantable de Israel, y a pesar de ello, como descubrió el vicepresidente Joe Biden en su último viaje a Israel, eso no impide la hostilidad abierta de los israelíes. Emboscado y humillado por sus anfitriones en sumo grado descorteses –quienes anunciaron una nueva ronda de construciones de asentamientos el día mismo de la llegada del vicepresidente– Biden aprendió en directo que no es un trato recíproco.
“Mis amigos, no necesitáis construir una nación en Israel. Ya estamos construidos. No tenéis que exportar democracia a Israel. Ya la tenemos. No necesitáis enviar soldados estadounidenses para defender Israel. Nos defendemos solos. Habéis sido muy generosos al darnos los instrumentos para cumplir la tarea de defender solos Israel. Gracias a todos vosotros, y gracias a usted presidente Obama, por vuestro inalterable compromiso con la seguridad de Israel. Sé que los tiempos económicos son duros. Lo aprecio profundamente.”¿Cuántas mentiras puede meter un escritor de discursos en un solo párrafo? Estamos involucrados en la “construcción de la nación” de Israel, ¿de qué otra manera gastan los israelíes los increíbles 3.000 millones de dólares al año en “ayuda”? “Ya estamos construidos”, ¿significa que podemos eliminar los subsidios a los israelíes y dejar de pedir prestado a los chinos para aplacar a Tel Aviv? Seguramente Netanyahu no quería decir eso.
En cuando al alarde de que EE.UU. no necesita exportar democracia a Israel –“porque ya la tenemos” –¿qué se le puede decir al gobernante de una nación que ha establecido una tiranía de dos niveles, otorgando a los miembros de un grupo religioso derechos de voto y la posibilidad de viajar libremente y relegando al resto a un limbo político y a la condición de ilotas encarcelados en su propia tierra?
¿Qué se puede decir, excepto: Usted miente?
Netanyahu, cuya primera reacción al levantamiento en Egipto fue apoyar a Mubarak y poner reparos al espectro de una toma del poder por la Hermandad Musulmana en El Cairo, tuvo el descaro de saludar la “épica batalla que ahora se desarrolla en Medio Oriente”, que, afirmó, es entre la tiranía y la libertad”. Sin embargo, en esta batalla, Israel está al otro lado –al lado de los tiranos– y siempre lo ha estado. “Millones de jóvenes están determinados a cambiar su futuro”, pontificó, con resonantes aplausos. “Todos los admiramos. Se arman de valor. Arriesgan sus vidas. Demandan dignidad. Desean libertad.”
A Bibi se le olvidó mencionar a esos mismos jóvenes que arriesgan sus vidas y demandan dignidad en los territorios ocupados. Se atreve a evocar esas “extraordinarias escenas en Túnez y El Cairo”, comparándolas con lo que sucedió en Berlín y Praga en 1989. Y sin embargo, seguramente sabe que se arman de valor contra las FDI [ejército israelí], que los acribilla en las calles de Palestina ocupada. No creo que Bibi quiera decir que elogia a esos seres valerosos.
Bibi elogia la “primavera árabe” de esperanza democrática, y pasa a lamentar que se haya sofocado la esperanza “en Teherán en 1979”, el año en el que los mullahs triunfaron en Irán. “Tal vez recordareis lo que pasó entonces”. ¿Y recuerda él el papel jugado por Israel en esos eventos? El Mossad ayudó a establecer la temida SAVAK, la implacable policía secreta del Shah iraní, que torturó y encarceló a muchos miles de personas y aplastó a todos los oponentes al régimen. Ese pedazo de historia lo olvidó el primer ministro, cuya memoria es necesariamente selectiva.
El que se escuchen aplausos a la hipocresía de Netanyahu –tan ruidosos, tan insistentes, incluso un poco histéricos– es una vergüenza para EE.UU., sobre todo si expresa falsedades tan flagrantes sin pedir disculpa: El primer ministro habló de “el camino de la libertad” y opinó:
“Ese camino no sólo lo allanan las elecciones. Se allana cuando los gobiernos permiten protestas en las plazas de las ciudades, cuando se limitan los poderes de los gobernantes, cuando los jueces están obligados a las leyes no a hombres, y cuando los derechos humanos no pueden ser aplastados por lealtades tribales o el gobierno de la turba.”¿Qué protestas permiten en las plazas de las ciudades de Palestina, donde los matones de las FDI regularmente asesinan y mutilan a manifestantes pacíficos? ¿Qué límites se fijan a los gobernantes de Israel si pueden destruir un olivar que ha sido palestino durante miles de años y proclaman que es un “asentamiento” legítimo? ¿Y se queja realmente Netanyahu de “lealtades tribales”, él, que encabeza una tribu cuya reivindicación del país se basa en antiguas supersticiones?
Un despliegue más atroz e insoportable de absoluta chutzpah [descaro] jamás ha obtenido una plataforma en el Congreso de EE.UU.: naturalmente, provocó éxtasis de aprobación.
El mensaje que Netanyahu envió al Congreso, al presidente, y al pueblo estadounidense en su discurso es bastante simple: No habrá negociaciones. Punto y basta. Y además: esta intransigencia está respaldada por los dirigentes de ambos partidos. Mientras prácticamente cada candidato republicano a la presidencia se puso de parte de Netanyahu contra el gobierno, como probablemente era de esperar, tanto el senador Reid como el jefe demócrata en la Cámara, Steny Hoyer, se presentaron ante AIPAC y declararon que no debe haber “condiciones previas” para negociaciones; es decir que los israelíes pueden construir todos los “asentamientos” que quieran con los dólares de nuestros contribuyentes, e ignorar simplemente el llamado del presidente a dejar de hacerlo. Cuando hay que elegir entre su presidente –el líder de su partido– y un gobernante extranjero, ni siquiera es un desafío difícil: Bibi gana, sin ninguna duda.
Es el gran peligro de tener –de ser– un imperio: cabilderos extranjeros, que tienen un interés vital en el camino que tome la política exterior estadounidenses, que tienen todos los incentivos y oportunidades para tomar el control del aparato político. Para ellos la seguridad nacional y los intereses de EE.UU. son de importancia secundaria, cuando los toman en consideración: primero y ante todo: es Israel hasta el final, en el Congreso, en la dirigencia de ambos partidos y en sectores claves de la propia burocracia de la seguridad nacional.
Esta quinta columna socava activamente obvios intereses estadounidenses en la región –la lucha contra el terrorismo, el acceso seguro al petróleo, el mantenimiento de buenas relaciones con nuestros aliados árabes– y lo hace como parte de una campaña bien coordinada y bien financiada para asegurar los objetivos israelíes. Tel Aviv aprovecha el sistema político estadounidense para sacar el máximo provecho: miles de millones de dólares en “ayuda”, deferencia hasta llegar al servilismo, y un cheque en blanco para hacer lo que le venga en gana.
La ONU sigue adelante con su plan, cuando llegue septiembre, de inaugurar un Estado palestino independiente, y es lo que el presidente trata de evitar. Una declaración unilateral palestina de independencia –apoyada por muchos si no la mayoría de nuestros aliados– llevará el tema a un punto crítico y subrayará la condición de Israel de paria internacional. Al mismo tiempo, también destacará el aislamiento de EE.UU. como principal benefactor y protector de Israel,
¿Cuál es entonces la solución anti-intervencionista para este problema eternamente insoluble?
En este caso, la “no intervención” es una frase sin sentido. Hemos estado interviniendo, durante muchos años y a escala masiva: armando al ejército israelí, apoyando a Israel en la ONU, disculpando toda atrocidad cometida en nombre del derecho de Israel a la “autodefensa”. Decir, ahora, que debemos dejar que israelíes y palestinos lleguen a un acuerdo por sí solos, cuando ya hemos manipulado las probabilidades a favor de Israel, es agregar insultos a las numerosas heridas sufridas por el pueblo palestino.
Es un asunto bastante urgente. Israel es, sencillamente, un inmenso lastre para EE.UU., no solo en lo financiero, sino también en términos de nuestros verdaderos intereses en la región y en todo el mundo. Mediante sus acciones, el Estado judío ha declarado la guerra a todo el mundo musulmán –más de mil millones de personas, un tercio de los habitantes de la tierra– y ha logrado arrastrarnos a ese conflicto que no se puede ganar.
Israel también es un inmenso lastre moral, una Esparta implacable que trata a sus ilotas palestinos con descarada crueldad, arrasando sus casas, apoderándose de sus tierras, y haciendo todo lo posible por expulsarlos de la “Tierra Prometida”. Décadas de guerra constante han radicalizado al electorado israelí y han generado criaturas como Avigdor Lieberman, un virulento racista y ultranacionalista, un hombre que una vez propuso hacer volar la represa de Asuán, ¡y ahora es el ministro de Asuntos Exteriores del Estado judío!
El afeamiento de Israel ha sido un proceso largo, terriblemente degenerativo. Mientras los propagandistas pintan el cuadro usual del Estado judío como una isla verde en un mar de despotismos árabes, la historia reciente muestra que este escenario opera a la inversa: es el mundo árabe el que se está liberando de autoritarismo e Israel el que va en camino a resucitar un viejo despotismo tribal.
El lobby de Israel, como lo sabe todo el mundo, maneja con destreza una enorme –y yo diría, decisiva– influencia sobre la política de EE.UU. en Medio Oriente y así ha deformado el proceso de toma de decisiones políticas, volviéndolo disfuncional. Nuestro apoyo incondicional a Israel es la fuente de gran parte de nuestro problema en ese terreno: es el principal reclutador de al-Qaida, y la razón primordial por la que carecemos de toda credibilidad en el mundo árabe y musulmán. Durante mucho tiempo los aliados árabes de EE.UU. –Mubarak, los reyes y emires del Golfo, la monarquía jordana– han detenido las mareas de la historia e intensificado un nacionalismo agraviado. Esas mareas se han liberado, y amenazan con arrollar no solo a los potentados decadentes de la región sino también a Israel –y nuestros intereses-.
La estrategia israelí de aprovechar la tutela de Occidente ha dado resultados hasta llegar a este punto, pero esa fase de la evolución del Estado judío llega rápidamente a su fin. Con la crisis económica en EE.UU. y Europa, Occidente ya no se puede permitir el pago de los enormes subsidios que son todo lo que separa a Israel del desierto. También en el terreno moral, Israel pierde su antigua respetabilidad. Los europeos están listos para lavarse las manos de esos molestos colonizadores, y mucha gente en EE.UU. cuestiona –por primera vez– la condición ética de una nación que mantiene cautivo a todo un pueblo dentro de sus fronteras de facto.
Dejemos, por tanto, que Netanyahu saboree su momento de triunfo, y dejemos que su corte de aduladores estadounidenses e internacionales aúllen de alegría, porque a Israel se le acaba el tiempo. Puede que la crisis no sea mañana o pasado mañana, pero llegará. Y cuando llegue, recordad: los israelíes tuvieron su oportunidad. Tuvieron la oportunidad de negociar, la oportunidad de hacer la paz con los palestinos –y con el mundo– y se negaron. Lo que resulte caerá sobre sus cabezas, no sobre las nuestras.
Es hora de que Israel pague el precio de su desafío: aunque el fervor del entusiasmo de nuestros estadistas por Netanyahu parece excluir un recorte de la ayuda de EE.UU., me pregunto cuántos de esos animosos políticos se pondrán de pie y justificarán el envío de miles de millones de dólares a Israel mientras se priva a nuestros propios ancianos de sus cheques de la Seguridad Social. Ambiciosos intrusos que cuidan ansiosamente sus escaños aparentemente “seguros” en el Congreso podrían terminar alentados a cuestionar la vaca sagrada de la ayuda a Israel. El senador Rand Paul, el héroe del Tea Party, ha llamado abiertamente a acabar con esa ayuda, un acontecimiento poco probable por el momento, pero una importante posición que rompe precedentes y allana el camino para un debate sobre la reducción de esa ayuda.
Israel ha sido llamado “el Estado 51” por amigos y enemigos, y a pesar de ello tenemos que enfrentar, sin ilusiones o histrionismo emocional, las consecuencias de semejante “relación especial”. ¿Estamos realmente dispuestos a hacerlo y somos capaces de asegurar la supervivencia de una colonia de asentamientos que se ha implantado como una garrapata en medio del mundo árabe, y no solo eso, sino que se ha expandido en tamaño y agresividad con el paso de los años hasta el punto de convertirse en un gigantesco fastidio que emana olor a odio y está listo para explotar en cualquier momento?
¿Realmente su destino es ser nuestra carga? ¿Y por cuánto tiempo más?
Justin Raimondo es director of Antiwar.com. Es autor de An Enemy of the State: The Life of Murray N. Rothbard (Prometheus Books, 2000), Reclaiming the American Right: The Lost Legacy of the Conservative Movement (ISI, 2008), y Into the Bosnian Quagmire: The Case Against U.S. Intervention in the Balkans (1996). También es editor colaborador de The American Conservative, socio senior del Randolph Bourne Institute, y experto adjunto del Ludwig von Mises Institute. Escribe frecuentemente paraChronicles: A Magazine of American Culture.
Fuente: http://original.antiwar.com/
rCR
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