Yolanda Jubeto Ruiz.-El término “bienestar” se ha elaborado a partir del expolio de los recursos naturales, de la esclavitud de los miserables del mundo, de la devaluación de las mujeres, del uso intolerable de los niños y niñas –como productos y mano de obra barata– y de la utilización de la fuerza bélica irracional. (Marilyn Waring, 1994) [1]
Esta reflexión tan inspiradora de la economista y agricultora neozelandesa Marilyn Waring recoge de forma escueta y clara una crítica profunda al sistema económico capitalista que es compartida por muchas economistas feministas que llevan décadas denunciando la utilización fraudulenta de conceptos como “bienestar”, “desarrollo”, o “progreso”.
Siendo conscientes de que la economía feminista es un concepto amplio y diverso, puesto que igual que no existe un único feminismo tampoco existe una única visión de la economía, sí podemos partir de algunos elementos comunes sobre los que reflexiona y hace propuestas que resultan muy significativos en estos debates, para pasar a centrarnos en aquellos que son críticos con este sistema expoliador.
En primer lugar, la economía feminista es consciente de que muchos de los supuestos y metodologías que utilizan las escuelas de pensamiento económico más influyentes, y predominantemente la teoría económica hegemónica, la neoclásica, tienen un fuerte sesgo de género, ya que han considerado como universales e imparciales normas masculinas burguesas y etnocéntricas.
Esta visión androcéntrica de la economía ha condicionado las categorías analíticas básicas utilizadas (desde el concepto de trabajo vinculado exclusivamente con el empleo, el de actividad con la participación en el mercado, el de la unidad doméstica con un espacio en armonía, hasta el de bienestar y desarrollo vinculados a la maximización de la utilidad y al crecimiento del Producto Interior Bruto). Por ello, la economía feminista ha realizado una revisión crítica de los contenidos del pensamiento económico, haciendo hincapié en la invisibilización de muchas actividades desarrolladas históricamente por mujeres que han sido relegadas a la esfera de lo “no económico”.
Asimismo, ha subrayado la discriminación a la que deben hacer frente las mujeres en la esfera socio-económica (tanto en la productiva doméstica, en la de cuidados, como en la del trabajo mercantil), como en la esfera política (niveles de participación en los procesos de toma de decisiones políticas que influyen directamente en nuestras condiciones de vida), y ha apostado por nuevas categorías analíticas no androcéntricas, que contribuyan a visualizar y valorizar las experiencias y actividades desarrolladas a lo largo de la historia primordialmente por mujeres.
Este esfuerzo por superar las fronteras impuestas sobre “lo económico” [2] afecta directamente a las políticas públicas, puesto que el pensamiento dicotómico sobre lo que es objeto de análisis de la economía y lo considerado extra-económico impacta directamente en lo que debe ser abordado por la política pública y lo que se puede “excluir” de la actuación pública.
¿Es el desarrollo un proceso lineal universal?
La parcialidad en los análisis económicos también es aplicable a los conceptos de “progreso” y “desarrollo”, puesto que durante décadas el modelo a seguir ha tenido como patrón principal el de acumulación de capital practicado por el mundo occidental en los últimos siglos. Esta pauta de comportamiento hegemónica ha marginado y despreciado otras propuestas alternativas a este modelo, provenientes tanto de pueblos autóctonos no occidentales, como de los colectivos subordinados o subalternos, entre los que destacaríamos las mujeres de grupos considerados “marginales” por los teóricos occidentales.
Así, el modelo de desarrollo que ha servido de base a las políticas de desarrollo económico impulsadas por las agencias internacionales se ha centrado en el impulso de una rápida acumulación de capital y en la industrialización como medio principal para obtener el bienestar.
Este enfoque a favor de la modernización capitalista se suponía aplicable a todas las sociedades de una forma lineal y consistía en una serie de estadios que les llevaría de sociedades agrarias “atrasadas” a sociedades industriales “modernas” [3]. Además, esta propuesta se combinaba con las teorías del capital humano para abogar por una ampliación de los sistemas educativos que permitiera formar a un suficiente volumen de personal que participara en el proceso de cambio propuesto. Se sostenía que los bene- ficios del crecimiento y la modernización conducirían a mejores condiciones de trabajo, mayores salarios, educación y bienestar.
Esta propuesta modernizadora ha tenido una visión explícita o implícita del papel que tenían que jugar los hombres y las mujeres en este proceso. Los hombres modernos eran los equivalentes del hombre económico que propugnaba la teoría económica neoclásica, ya que en ambos casos el comportamiento racional era su característica principal, comportamiento regido siempre por la autonomía, el interés propio, el egoísmo, el dinamismo, la capacidad de innovación, la competitividad y la capacidad de asumir riesgos.
En el caso de las mujeres, desde un principio se presuponía que todos los cambios hacia la modernización las beneficiarían, tanto a las que entrarían en el mercado laboral –dado que los procesos de cambio tecnológico les permitirían dedicar menos tiempo a los trabajos domésticos (en ningún momento, por supuesto, se planteaba la posibilidad de compartir estos trabajos con los hombres)–, como a las que ejercieran exclusivamente tareas domésticas y de cuidados.
Entre los economistas las referencias a las implicaciones del desarrollo para las mujeres fueron menores que en otras disciplinas, como la sociología, pero tal como recoge Kabeer [4], cuando estos se posicionaban solían considerar que las mujeres se bene- ficiarían siempre de estos procesos. Así, Arthur Lewis, uno de los economistas defensores del crecimiento industrial en el Tercer Mundo que tuvo mayor influencia, declaraba que discutir la conveniencia para las mujeres del crecimiento económico era “como discutir si las mujeres deberían tener la oportunidad de dejar de ser bestias de carga e incorporarse al género humano”.
Algunos mitos del sistema
Todos estos planteamientos ignoraban que la acumulación primaria de capital se había basado en los procesos de colonización de la mayor parte del mundo, que se fueron extendiendo a partir de finales del siglo XV, y que consistían en la usurpación de tierras y de sus productos y de la expulsión/ marginación de sus habitantes. Esta necesidad de acaparar recursos ha promovido enfrentamientos y sucesivas guerras a lo largo de los últimos siglos (muchas de ellas silenciadas), que han desembocado en unas sociedades altamente militarizadas y en unos organismos internacionales que no han servido hasta la fecha para garantizar la paz mundial ni la seguridad alimentaria [5].
El mito de que todas las sociedades, si querían progresar, debían atravesar las mismas fases que habían tenido lugar en el occidente capitalista por medio de unas etapas de crecimiento (véase nota 3), se une al mito de que el ser humano podía controlar totalmente la naturaleza. Así esta pasó a ser considerada un factor de producción más (la tierra y sus componentes pasaron a ser recursos naturales explotables), y por lo tanto, privatizables, comercializables y al servicio de los intereses del capital [6]. El objetivo último del sistema capitalista, que fue madurando y extendiéndose por el mundo, consistía en obtener el mayor beneficio económico posible a corto plazo, ignorando la sostenibilidad del sistema a largo plazo, al no tener en cuenta en sus cálculos los límites del planeta ni las consecuencias que tenían para la mayoría social las prácticas capitalistas de explotación.
Una visión cada vez más reduccionista de las actividades económicas, que prioriza las mercantiles por encima del resto, fue aislando progresivamente la actividad económica mercantil de la esfera política así como del resto de las actividades básicas para la reproducción de la vida, en las que se sostenía. La falacia de los mercados autorregulados, base de la economía de mercado, solo puede funcionar “si la sociedad se subordinara de algún modo a sus requerimientos” [7].
Asimismo, este patrón de mercado excluye como no económicas al conjunto de actividades relacionadas con la sostenibilidad de la vida que no pasan por el mercado, justificando que al no tener un componente mercantil son difícilmente cuantificables y fácilmente excluibles [8].
Del mismo modo, aunque el sistema capitalista ha aumentado exponencialmente las posibilidades de producción de mercancías, promoviendo un aumento de la capacidad de consumo por parte de las personas con ingresos económicos –potenciando al mismo tiempo su endeudamiento–, ignora las necesidades de todas aquellas personas que habitan en el planeta que no tienen recursos monetarios suficientes para participar en el mercado.
Voces críticas al modelo hegemónico de acumulación
Los modelos de desarrollo basados en la acumulación de capital han hecho caso omiso a las voces críticas que ha suscitado este modelo por autores que han definido el capitalismo norteamericano como la sociedad del despilfarro y como un modelo inviable [9].
Hasta la década de los años 70 del siglo XX, aunque habían aparecido voces críticas en el Sur respecto a estos procesos, la visión hegemónica del Norte y de sus organismos internacionales se había impuesto tras el fin de la II Guerra Mundial.
Las políticas de desarrollo que se exportaron al resto del mundo consideraban a las economías agrarias como “atrasadas”, y a sus pueblos y culturas “inferiores” vinculadas a lo “salvaje” e “irracional” [10]; discursos que habían prevalecido incluso tras la independencia de las zonas colonizadas.
El personal político y técnico que dirigía las políticas de desarrollo no tenía en cuenta las consecuencias de esos procesos históricos, muchas veces con altas dosis de racismo y androcentrismo, sobre las diversas etnias que habitaban los pueblos del Sur (muchas de ellas ignoradas y marginadas completamente por los poderes dominantes en sus países) ni para las mujeres de los diversos estratos sociales sobre los que se querían aplicar estas políticas de desarrollo.
En las décadas de los 50 y 60 del siglo XX pocas veces se mencionaban a las mujeres como protagonistas activas del desarrollo, y cuando se hacía, se las suponía beneficiarias potenciales de los programas de desarrollo, desde una posición paternalista, ya que se subrayaba su rol maternal, ignorando su papel como sustentadoras y actoras activas de la organización socio-económica en la que vivían.
Las economistas feministas, principalmente del Sur, comenzaron a expresar en la década de los 70 sus valoraciones críticas ante una representación de la modernización como un proceso universal y lineal, cuando en la práctica demostraba ser un una visión parcial y androcéntrica del desarrollo que defendía un mundo dual que anteponía lo moderno frente a lo tradicional, y que ignoraba y manipulaba los roles de los diversos colectivos sociales y especialmente los de las mujeres.
No obstante, la aportación que tuvo más repercusión en esa década fue la de Ester Boserup, ya que desveló la marginación a la que estaban siendo sometidas las mujeres del Sur por los diseñadores de programas de desarrollo, al ser consideradas receptoras pasivas de las políticas implementadas. Durante una década el enfoque “Mujeres en Desarrollo” (MED), fruto de las anteriores reflexiones, influyó en los donantes y en el movimiento internacional de mujeres. Intentó que se tuvieran en cuenta las necesidades y opiniones de las mujeres en el diseño de los programas de desarrollo para que fueran incluidas en los procesos de desarrollo. Su crítica principal se basaba en las carencias de recursos para los proyectos de desarrollo económico destinados a las mujeres, ya que solo se les destinaban recursos para políticas sociales basadas en las necesidades básicas.
Pronto fue patente que no era suficiente con incluir a las mujeres en planes de desarrollo que no eran diseñados desde sus propias necesidades y que no cuestionaban el orden patriarcal en el que se hallaban, es decir, las relaciones de poder existentes entre mujeres y hombres y su construcción social. Esto impulsó en la década de los 80 un cambio en el enfoque dominante que pasará a ser denominado Genero y Desarrollo (GYD), puesto que la construcción social en la que se basaban las relaciones entre mujeres y hombres y también entre los diversos colectivos de mujeres tenía que ser tenida en cuenta a la hora de diseñar las políticas, no solo microeconómicas, sino macroeconómicas, y ahí las voces de las propias mujeres cada vez se consideraban más importantes, en algunas propuestas.
Las dificultades para aplicar este enfoque aumentaron en una época de ajustes estructurales y visiones neoliberales de la economía, así como por la falta de comprensión de la centralidad de esta problemática. No obstante, en esta época se impulsaron conceptos como “transversalidad de género” y de “empoderamiento de las mujeres” que serán objeto de debates y propuestas prácticas hasta la actualidad.
La transversalidad de género (gender mainstreaming) implica un proceso sistemático de situar los temas relativos a la equidad entre mujeres y hombres en el centro de los procesos de decisión política, de las estructuras institucionales y de la asignación de recursos, incluyendo las propias visiones de las mujeres respecto a los procesos y sus prioridades en la toma de decisiones sobre el desarrollo. Este concepto va a conseguir una repercusión internacional al ser incluido en la Declaración de Beijing y de Plataforma de Acción acordadas en la IV Conferencia Internacional de la Mujer de la ONU.
Asimismo, también se fue incorporando la necesidad del “empoderamiento de las “mujeres, idea surgida años antes y que fue expresada con fuerza por la plataforma de mujeres del Sur, DAWN. Para ellas, el empoderamiento suponía un cambio interno así como de las relaciones de dominación y jerarquización existentes a otras en las que los hombres y el sistema asumieran su nivel de responsabilidad, de cuidados, apertura, y negación de las jerarquías preexistentes. Además, el empoderamiento, aunque sea un concepto utilizado con diversas acepciones, está muy vinculado con otro tipo de desarrollo, un desarrollo que surge desde las mujeres y hombres por medio de procesos participativos que permiten expresar, consensuar y decidir sus proyectos de futuro en pie de igualdad. Por ello, cuando aparece el concepto de desarrollo humano a finales de los 80 hay quien vincula ambas propuestas por el potencial de cambio que inicialmente mostraban. Hoy en día existe un gran debate sobre el concepto y contenidos del desarrollo humano. No obstante, existe un gran consenso sobre los graves problemas que genera la discriminación secular de las mujeres, entre los que destaca la violencia sistemática que se ejerce contra sus vidas en todo el mundo, y con especial virulencia en países asiáticos como China o India, problemática ya denunciada por Amartya Sen hace unas décadas en su famoso ensayo “Faltan más de 100 millones de mujeres”.
En este sentido, resulta muy inspirador el pensamiento feminista que proviene del Sur y es crítico con los procesos y discursos impulsados por las agencias internacionales de desarrollo, denominado pensamiento postcolonial por su crítica al modelo colonial dominante. Como ejemplo mencionar la aportación de Vandana Shiva, pensadora e investigadora india, doctora en Física Cuántica por la Universidad de Ontario, que ha cuestionado también el orden económico imperante a partir de una crítica abierta a los procesos impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en el Sur, siendo muy consciente de los perjuicios que están generando una visión economicista y de mal desarrollo.
En la actualidad consideramos imprescindible tener en cuenta la visión postcolonial en el análisis de los procesos relativos al desarrollo de los pueblos del Sur, ya que nos permiten ser conscientes de cómo tenemos construida nuestra mirada sobre los mismos y sobre las relaciones entre las mujeres y hombres que habitan en ellos. Esta nueva lectura desvela también la influencia cultural, en general, y del proceso educativo, en particular (desde los medios de comunicación hasta los libros de texto), en nuestras simplistas visiones de estos pueblos, diversos y muy frecuentemente mucho más complejos y desconocidos de lo que pensamos, dadas las distorsiones con las que los observamos.
Yolanda Jubeto Ruiz es profesora agregada del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).Este artículo ha sido publicado en el nº 49 de Pueblos - Revista de Información y Debate, especial diciembre 2011
Fuente: http://www.revistapueblos.org/spip.php?article2309
Notas
[1] Marylin Waring, Si las mujeres contaran. Una nueva economía feminista, Vindicación Feminista, Madrid, 1994.Tomado de Carmen Alborch, Libres, Santillana, 2004.
[2] Marianne A. Ferber y Julie Nelson (eds.), Beyond economic man. Feminist Theory and Economics, The University of Chicago Press, 1993.
[3] Walter W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1993.
[4] Naila Kabeer, Realidades trastocadas. Las jerarquías de género en el pensamiento del desarrollo, Ciudad de México, Paidós, 1998.
[5] En la actualidad, el acaparamiento de tierras continúa y se está intensificando especialmente en África y en América del Sur, incluso con el apoyo del Banco Mundial (ver informes en www.grain.org).
[6] Karl Polanyi, La Gran Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Ciudad de México, FCE, 2003.
[7] “[…] Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluidos la mano de obra, la tierra y el dinero. Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que los seres humanos mismos, de los que se compone toda sociedad, y el ambiente natural en el que existe toda sociedad. Cuando se incluyen tales elementos en el mecanismo de mercado, se subordina la sustancia de la sociedad misma a las leyes de mercado”, Polanyi (nota 6, p. 122).
[8] Marilyn Waring, If women counted, Londres, Macmillan, 1988; Michèle A. Pujol, Feminism and Anti-feminism in Early Economic Thought, Vermont, Edward Elgar, 1992.
[9] John K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Barcelona, Ariel; y Waring (nota 8).
[10] Ver Boaventura de Sousa Santos, El milenio huérfano: ensayos para una nueva cultura política, Trota/Ilsa, 2005.
Esta reflexión tan inspiradora de la economista y agricultora neozelandesa Marilyn Waring recoge de forma escueta y clara una crítica profunda al sistema económico capitalista que es compartida por muchas economistas feministas que llevan décadas denunciando la utilización fraudulenta de conceptos como “bienestar”, “desarrollo”, o “progreso”.
Siendo conscientes de que la economía feminista es un concepto amplio y diverso, puesto que igual que no existe un único feminismo tampoco existe una única visión de la economía, sí podemos partir de algunos elementos comunes sobre los que reflexiona y hace propuestas que resultan muy significativos en estos debates, para pasar a centrarnos en aquellos que son críticos con este sistema expoliador.
En primer lugar, la economía feminista es consciente de que muchos de los supuestos y metodologías que utilizan las escuelas de pensamiento económico más influyentes, y predominantemente la teoría económica hegemónica, la neoclásica, tienen un fuerte sesgo de género, ya que han considerado como universales e imparciales normas masculinas burguesas y etnocéntricas.
Esta visión androcéntrica de la economía ha condicionado las categorías analíticas básicas utilizadas (desde el concepto de trabajo vinculado exclusivamente con el empleo, el de actividad con la participación en el mercado, el de la unidad doméstica con un espacio en armonía, hasta el de bienestar y desarrollo vinculados a la maximización de la utilidad y al crecimiento del Producto Interior Bruto). Por ello, la economía feminista ha realizado una revisión crítica de los contenidos del pensamiento económico, haciendo hincapié en la invisibilización de muchas actividades desarrolladas históricamente por mujeres que han sido relegadas a la esfera de lo “no económico”.
Asimismo, ha subrayado la discriminación a la que deben hacer frente las mujeres en la esfera socio-económica (tanto en la productiva doméstica, en la de cuidados, como en la del trabajo mercantil), como en la esfera política (niveles de participación en los procesos de toma de decisiones políticas que influyen directamente en nuestras condiciones de vida), y ha apostado por nuevas categorías analíticas no androcéntricas, que contribuyan a visualizar y valorizar las experiencias y actividades desarrolladas a lo largo de la historia primordialmente por mujeres.
Este esfuerzo por superar las fronteras impuestas sobre “lo económico” [2] afecta directamente a las políticas públicas, puesto que el pensamiento dicotómico sobre lo que es objeto de análisis de la economía y lo considerado extra-económico impacta directamente en lo que debe ser abordado por la política pública y lo que se puede “excluir” de la actuación pública.
¿Es el desarrollo un proceso lineal universal?
La parcialidad en los análisis económicos también es aplicable a los conceptos de “progreso” y “desarrollo”, puesto que durante décadas el modelo a seguir ha tenido como patrón principal el de acumulación de capital practicado por el mundo occidental en los últimos siglos. Esta pauta de comportamiento hegemónica ha marginado y despreciado otras propuestas alternativas a este modelo, provenientes tanto de pueblos autóctonos no occidentales, como de los colectivos subordinados o subalternos, entre los que destacaríamos las mujeres de grupos considerados “marginales” por los teóricos occidentales.
Así, el modelo de desarrollo que ha servido de base a las políticas de desarrollo económico impulsadas por las agencias internacionales se ha centrado en el impulso de una rápida acumulación de capital y en la industrialización como medio principal para obtener el bienestar.
Este enfoque a favor de la modernización capitalista se suponía aplicable a todas las sociedades de una forma lineal y consistía en una serie de estadios que les llevaría de sociedades agrarias “atrasadas” a sociedades industriales “modernas” [3]. Además, esta propuesta se combinaba con las teorías del capital humano para abogar por una ampliación de los sistemas educativos que permitiera formar a un suficiente volumen de personal que participara en el proceso de cambio propuesto. Se sostenía que los bene- ficios del crecimiento y la modernización conducirían a mejores condiciones de trabajo, mayores salarios, educación y bienestar.
Esta propuesta modernizadora ha tenido una visión explícita o implícita del papel que tenían que jugar los hombres y las mujeres en este proceso. Los hombres modernos eran los equivalentes del hombre económico que propugnaba la teoría económica neoclásica, ya que en ambos casos el comportamiento racional era su característica principal, comportamiento regido siempre por la autonomía, el interés propio, el egoísmo, el dinamismo, la capacidad de innovación, la competitividad y la capacidad de asumir riesgos.
En el caso de las mujeres, desde un principio se presuponía que todos los cambios hacia la modernización las beneficiarían, tanto a las que entrarían en el mercado laboral –dado que los procesos de cambio tecnológico les permitirían dedicar menos tiempo a los trabajos domésticos (en ningún momento, por supuesto, se planteaba la posibilidad de compartir estos trabajos con los hombres)–, como a las que ejercieran exclusivamente tareas domésticas y de cuidados.
Entre los economistas las referencias a las implicaciones del desarrollo para las mujeres fueron menores que en otras disciplinas, como la sociología, pero tal como recoge Kabeer [4], cuando estos se posicionaban solían considerar que las mujeres se bene- ficiarían siempre de estos procesos. Así, Arthur Lewis, uno de los economistas defensores del crecimiento industrial en el Tercer Mundo que tuvo mayor influencia, declaraba que discutir la conveniencia para las mujeres del crecimiento económico era “como discutir si las mujeres deberían tener la oportunidad de dejar de ser bestias de carga e incorporarse al género humano”.
Algunos mitos del sistema
Todos estos planteamientos ignoraban que la acumulación primaria de capital se había basado en los procesos de colonización de la mayor parte del mundo, que se fueron extendiendo a partir de finales del siglo XV, y que consistían en la usurpación de tierras y de sus productos y de la expulsión/ marginación de sus habitantes. Esta necesidad de acaparar recursos ha promovido enfrentamientos y sucesivas guerras a lo largo de los últimos siglos (muchas de ellas silenciadas), que han desembocado en unas sociedades altamente militarizadas y en unos organismos internacionales que no han servido hasta la fecha para garantizar la paz mundial ni la seguridad alimentaria [5].
El mito de que todas las sociedades, si querían progresar, debían atravesar las mismas fases que habían tenido lugar en el occidente capitalista por medio de unas etapas de crecimiento (véase nota 3), se une al mito de que el ser humano podía controlar totalmente la naturaleza. Así esta pasó a ser considerada un factor de producción más (la tierra y sus componentes pasaron a ser recursos naturales explotables), y por lo tanto, privatizables, comercializables y al servicio de los intereses del capital [6]. El objetivo último del sistema capitalista, que fue madurando y extendiéndose por el mundo, consistía en obtener el mayor beneficio económico posible a corto plazo, ignorando la sostenibilidad del sistema a largo plazo, al no tener en cuenta en sus cálculos los límites del planeta ni las consecuencias que tenían para la mayoría social las prácticas capitalistas de explotación.
Una visión cada vez más reduccionista de las actividades económicas, que prioriza las mercantiles por encima del resto, fue aislando progresivamente la actividad económica mercantil de la esfera política así como del resto de las actividades básicas para la reproducción de la vida, en las que se sostenía. La falacia de los mercados autorregulados, base de la economía de mercado, solo puede funcionar “si la sociedad se subordinara de algún modo a sus requerimientos” [7].
Asimismo, este patrón de mercado excluye como no económicas al conjunto de actividades relacionadas con la sostenibilidad de la vida que no pasan por el mercado, justificando que al no tener un componente mercantil son difícilmente cuantificables y fácilmente excluibles [8].
Del mismo modo, aunque el sistema capitalista ha aumentado exponencialmente las posibilidades de producción de mercancías, promoviendo un aumento de la capacidad de consumo por parte de las personas con ingresos económicos –potenciando al mismo tiempo su endeudamiento–, ignora las necesidades de todas aquellas personas que habitan en el planeta que no tienen recursos monetarios suficientes para participar en el mercado.
Voces críticas al modelo hegemónico de acumulación
Los modelos de desarrollo basados en la acumulación de capital han hecho caso omiso a las voces críticas que ha suscitado este modelo por autores que han definido el capitalismo norteamericano como la sociedad del despilfarro y como un modelo inviable [9].
Hasta la década de los años 70 del siglo XX, aunque habían aparecido voces críticas en el Sur respecto a estos procesos, la visión hegemónica del Norte y de sus organismos internacionales se había impuesto tras el fin de la II Guerra Mundial.
Las políticas de desarrollo que se exportaron al resto del mundo consideraban a las economías agrarias como “atrasadas”, y a sus pueblos y culturas “inferiores” vinculadas a lo “salvaje” e “irracional” [10]; discursos que habían prevalecido incluso tras la independencia de las zonas colonizadas.
El personal político y técnico que dirigía las políticas de desarrollo no tenía en cuenta las consecuencias de esos procesos históricos, muchas veces con altas dosis de racismo y androcentrismo, sobre las diversas etnias que habitaban los pueblos del Sur (muchas de ellas ignoradas y marginadas completamente por los poderes dominantes en sus países) ni para las mujeres de los diversos estratos sociales sobre los que se querían aplicar estas políticas de desarrollo.
En las décadas de los 50 y 60 del siglo XX pocas veces se mencionaban a las mujeres como protagonistas activas del desarrollo, y cuando se hacía, se las suponía beneficiarias potenciales de los programas de desarrollo, desde una posición paternalista, ya que se subrayaba su rol maternal, ignorando su papel como sustentadoras y actoras activas de la organización socio-económica en la que vivían.
Las economistas feministas, principalmente del Sur, comenzaron a expresar en la década de los 70 sus valoraciones críticas ante una representación de la modernización como un proceso universal y lineal, cuando en la práctica demostraba ser un una visión parcial y androcéntrica del desarrollo que defendía un mundo dual que anteponía lo moderno frente a lo tradicional, y que ignoraba y manipulaba los roles de los diversos colectivos sociales y especialmente los de las mujeres.
No obstante, la aportación que tuvo más repercusión en esa década fue la de Ester Boserup, ya que desveló la marginación a la que estaban siendo sometidas las mujeres del Sur por los diseñadores de programas de desarrollo, al ser consideradas receptoras pasivas de las políticas implementadas. Durante una década el enfoque “Mujeres en Desarrollo” (MED), fruto de las anteriores reflexiones, influyó en los donantes y en el movimiento internacional de mujeres. Intentó que se tuvieran en cuenta las necesidades y opiniones de las mujeres en el diseño de los programas de desarrollo para que fueran incluidas en los procesos de desarrollo. Su crítica principal se basaba en las carencias de recursos para los proyectos de desarrollo económico destinados a las mujeres, ya que solo se les destinaban recursos para políticas sociales basadas en las necesidades básicas.
Pronto fue patente que no era suficiente con incluir a las mujeres en planes de desarrollo que no eran diseñados desde sus propias necesidades y que no cuestionaban el orden patriarcal en el que se hallaban, es decir, las relaciones de poder existentes entre mujeres y hombres y su construcción social. Esto impulsó en la década de los 80 un cambio en el enfoque dominante que pasará a ser denominado Genero y Desarrollo (GYD), puesto que la construcción social en la que se basaban las relaciones entre mujeres y hombres y también entre los diversos colectivos de mujeres tenía que ser tenida en cuenta a la hora de diseñar las políticas, no solo microeconómicas, sino macroeconómicas, y ahí las voces de las propias mujeres cada vez se consideraban más importantes, en algunas propuestas.
Las dificultades para aplicar este enfoque aumentaron en una época de ajustes estructurales y visiones neoliberales de la economía, así como por la falta de comprensión de la centralidad de esta problemática. No obstante, en esta época se impulsaron conceptos como “transversalidad de género” y de “empoderamiento de las mujeres” que serán objeto de debates y propuestas prácticas hasta la actualidad.
La transversalidad de género (gender mainstreaming) implica un proceso sistemático de situar los temas relativos a la equidad entre mujeres y hombres en el centro de los procesos de decisión política, de las estructuras institucionales y de la asignación de recursos, incluyendo las propias visiones de las mujeres respecto a los procesos y sus prioridades en la toma de decisiones sobre el desarrollo. Este concepto va a conseguir una repercusión internacional al ser incluido en la Declaración de Beijing y de Plataforma de Acción acordadas en la IV Conferencia Internacional de la Mujer de la ONU.
Asimismo, también se fue incorporando la necesidad del “empoderamiento de las “mujeres, idea surgida años antes y que fue expresada con fuerza por la plataforma de mujeres del Sur, DAWN. Para ellas, el empoderamiento suponía un cambio interno así como de las relaciones de dominación y jerarquización existentes a otras en las que los hombres y el sistema asumieran su nivel de responsabilidad, de cuidados, apertura, y negación de las jerarquías preexistentes. Además, el empoderamiento, aunque sea un concepto utilizado con diversas acepciones, está muy vinculado con otro tipo de desarrollo, un desarrollo que surge desde las mujeres y hombres por medio de procesos participativos que permiten expresar, consensuar y decidir sus proyectos de futuro en pie de igualdad. Por ello, cuando aparece el concepto de desarrollo humano a finales de los 80 hay quien vincula ambas propuestas por el potencial de cambio que inicialmente mostraban. Hoy en día existe un gran debate sobre el concepto y contenidos del desarrollo humano. No obstante, existe un gran consenso sobre los graves problemas que genera la discriminación secular de las mujeres, entre los que destaca la violencia sistemática que se ejerce contra sus vidas en todo el mundo, y con especial virulencia en países asiáticos como China o India, problemática ya denunciada por Amartya Sen hace unas décadas en su famoso ensayo “Faltan más de 100 millones de mujeres”.
En este sentido, resulta muy inspirador el pensamiento feminista que proviene del Sur y es crítico con los procesos y discursos impulsados por las agencias internacionales de desarrollo, denominado pensamiento postcolonial por su crítica al modelo colonial dominante. Como ejemplo mencionar la aportación de Vandana Shiva, pensadora e investigadora india, doctora en Física Cuántica por la Universidad de Ontario, que ha cuestionado también el orden económico imperante a partir de una crítica abierta a los procesos impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en el Sur, siendo muy consciente de los perjuicios que están generando una visión economicista y de mal desarrollo.
En la actualidad consideramos imprescindible tener en cuenta la visión postcolonial en el análisis de los procesos relativos al desarrollo de los pueblos del Sur, ya que nos permiten ser conscientes de cómo tenemos construida nuestra mirada sobre los mismos y sobre las relaciones entre las mujeres y hombres que habitan en ellos. Esta nueva lectura desvela también la influencia cultural, en general, y del proceso educativo, en particular (desde los medios de comunicación hasta los libros de texto), en nuestras simplistas visiones de estos pueblos, diversos y muy frecuentemente mucho más complejos y desconocidos de lo que pensamos, dadas las distorsiones con las que los observamos.
Yolanda Jubeto Ruiz es profesora agregada del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).Este artículo ha sido publicado en el nº 49 de Pueblos - Revista de Información y Debate, especial diciembre 2011
Fuente: http://www.revistapueblos.org/spip.php?article2309
Notas
[1] Marylin Waring, Si las mujeres contaran. Una nueva economía feminista, Vindicación Feminista, Madrid, 1994.Tomado de Carmen Alborch, Libres, Santillana, 2004.
[2] Marianne A. Ferber y Julie Nelson (eds.), Beyond economic man. Feminist Theory and Economics, The University of Chicago Press, 1993.
[3] Walter W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1993.
[4] Naila Kabeer, Realidades trastocadas. Las jerarquías de género en el pensamiento del desarrollo, Ciudad de México, Paidós, 1998.
[5] En la actualidad, el acaparamiento de tierras continúa y se está intensificando especialmente en África y en América del Sur, incluso con el apoyo del Banco Mundial (ver informes en www.grain.org).
[6] Karl Polanyi, La Gran Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Ciudad de México, FCE, 2003.
[7] “[…] Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluidos la mano de obra, la tierra y el dinero. Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que los seres humanos mismos, de los que se compone toda sociedad, y el ambiente natural en el que existe toda sociedad. Cuando se incluyen tales elementos en el mecanismo de mercado, se subordina la sustancia de la sociedad misma a las leyes de mercado”, Polanyi (nota 6, p. 122).
[8] Marilyn Waring, If women counted, Londres, Macmillan, 1988; Michèle A. Pujol, Feminism and Anti-feminism in Early Economic Thought, Vermont, Edward Elgar, 1992.
[9] John K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Barcelona, Ariel; y Waring (nota 8).
[10] Ver Boaventura de Sousa Santos, El milenio huérfano: ensayos para una nueva cultura política, Trota/Ilsa, 2005.
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