Hay un sosiego que quita el aliento en el valle que serpentea desde la ciudad de Namie, en la costa de la prefectura de Fukushima, y se adentra en las colinas que la rodean. Una carretera estrecha discurre junto a un río que atraviesa unas barrancas pronunciadas, tachonadas de arces. Puede parecer un lugar encantador, pero es el último sitio en el que uno quería ver un éxodo de 8.000 personas huyendo de la fusión producida en una central nuclear próxima.
Al día siguiente del terremoto y el tsunami del día 11 de marzo de 2011, los habitantes de Namie tardaron más de tres horas en recorrer en coche 30 kilómetros por esa accidentada carretera hacia lo que pensaban que era el lugar relativamente seguro de Tsushima, una aldea apartada. Lo que no sabían era que se encaminaban hacia una niebla invisible de materia radioactiva que la ha convertido en uno de los peores puntos de concentración de radiación de Japón; mucho peor que la ciudad que abandonaban, a tan solo diez minutos en coche desde las puertas de la central de Fukushima. No fue hasta que apareció un reportaje en The New York Times en el mes de agosto pasado cuando muchos de los evacuados descubrieron que habían estado expuestos a semejante riesgo, gracias a una negligencia gubernamental.
La negligencia constituye el telón de fondo del primer informe encargado por el gobierno sobre la catástrofe nuclear de Fukushima, hecho público a finales del mes de diciembre. Si bien se trata solo de una valoración provisional (el informe completo aparecerá en verano), ya tiene 500 páginas y es fruto de centenares de entrevistas. Un lector descuidado podría distraerse con los detalles técnicos y la escasez de narraciones personales. Sin embargo, es apasionante para lo que suele ser habitual entre los japoneses. No perdona ni al gobierno, ni a la empresa TEPCO (Tokyo Electric Power), la gestora de la central nuclear. En ocasiones, trasluce un grado de incompetencia casi caricaturesco. Otra cuestión es si servirá para garantizar a una población insegura que se va a aprender la lección.
Desde la catástrofe de Three Mile Island de 1979, se ha presupone por principios que los sistemas complejos fallan de formas complejas. Este enfoque ha sido cierto en términos generales en el caso de Fukushima, aunque los fallos suelen parecer absurdamente elementales. En el archipiélago más propenso a sufrir terremotos, TEPCO y sus organismos reguladores no tenían ningún plan de gestión de emergencias para el caso de terremotos y tsunamis (dando por supuesto, según parece, que la central estaba construida a prueba de ambos fenómenos y no se produciría ningún hipotético accidente exclusivamente por causas internas). En caso de catástrofe nuclear, TEPCO contaba con una sede central de emergencias en el exterior, a 5 kilómetros de la central, que no estaba construida a prueba de radiaciones y, por tanto, fue efectivamente inútil. En el interior de las instalaciones, los trabajadores de su reactor número 1 no parecen haber estado familiarizados con un sistema de enfriamiento de emergencia llamado «condensador de aislamiento», del que erróneamente pensaban que seguía funcionando después del tsunami. Sus superiores cometieron el mismo error, así que en el crucial plazo de seis horas se echó a perder antes de que se desplegaran otros métodos de enfriamiento de las barras de combustible atómico sobrecalentadas. En parte, fue como consecuencia de esto por lo que el primer reactor explotó el 12 de marzo.
El gobierno fue casi igual de incompetente. Naoto Kan, el entonces primer ministro, instaló la oficina central de gestión de la crisis en la quinta planta del Kantei, su residencia oficial. Pero el personal de emergencia de diversos ministerios quedó relegado a los sótanos y hubo problemas de comunicación frecuentes, no solo porque los teléfonos móviles no funcionaran bajo tierra. A la oficina del primer ministro no se le facilitaron datos esenciales sobre la estimación de la dispersión de materia radioactiva, de manera que evacuados como los de Namie no recibieron información alguna sobre adónde debían dirigirse. Esa es la razón por la que se metieron de lleno en la nube radioactiva. El informe culpa al gobierno de suministrar información que solía ser falsa, ambigua o retardada. Tal vez el mayor fallo fue que nadie que ocupara un cargo de responsabilidad (ni en TEPCO, ni en sus organismos reguladores) se había propuesto mirar un palmo más allá de sus narices en cuestiones de planificación de catástrofes. Nadie parece haber intentado jamás «imaginar lo impensable».
En Estados Unidos, los informes oficiales como los elaborados con motivo de los ataques del 11 de septiembre de 2001 o el vertido de petróleo de la plataforma Deepwater Horizon han acabado convirtiéndose en libros aclamados. Este difícilmente puede considerarse un libro de suspense emocionante. Una fundación privada dirigida por Yoichi Funabashi, antiguo director del periódico Asahi Shimbun, está realizando una investigación independiente basada en parte en el testimonio de informantes de TEPCO. (Según el señor Funabashi, uno dice que el terremoto dañó los reactores antes del tsunami, afirmación que las autoridades siempre han negado.) Al menos, promete tener valor literario. El señor Funabashi, un autor destacado, establece paralelismos entre las raíces de la catástrofe y los fallos cometidos por Japón en la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos se incluyen la utilización de heroicos soldados de primera línea del frente al mando de unos superiores con los que no podían comunicarse, o cambios demasiado frecuentes de los responsables de la toma de decisiones, o actitudes y reflexiones estrechas y cortas de miras... e incapacidad para imaginar que todo podría salir mal al mismo tiempo.
Sistemas complejos equipados de forma chapucera
Por ahora, se corre el riesgo de que el informe provisional no reclame la atención que merece. Hasta el momento parece haber suscitado más interés en una página web dedicada a cuestiones tecnológicas llamada Physics Forums, adorada por los ingenieros nucleares, que en la prensa japonesa. El gobierno presidido por Yoshihiko Noda todavía no lo ha utilizado como instrumento para reclamar una reforma generalizada. Una de sus recomendaciones se implantará muy pronto: la creación de un nuevo organismo regulador independiente. Otras, como la de imponer nuevas normas de seguridad y planes de evacuación más amplios, tardarán meses en instaurarse.
Al fin y al cabo, este tipo de informes son ejercicios para cimentar la confianza. Están concebidos para garantizar a la opinión pública que, al revelar los fallos, contribuirán a impedir que se repitan. En el caso de Fukushima, todavía hay infinidad de cosas por las que seguir preocupado. Aunque el gobierno declaró el 16 de diciembre que la central había pasado a la situación de «parada en frío», buena parte del sistema de refrigeración es una chapuza y, seguramente, sigue sin estar a prueba de terremotos. El 1 de enero un movimiento sísmico ocasionó que los niveles de agua descendieran temporalmente en una vasija que contenía barras de combustible usado altamente radioactivas.
Mientras tanto, en todo Japón hay 48 reactores nucleares fuera de servicio de un total de 54, casi todos por miedos derivados de la seguridad. Hasta que alguien con poder no utilice el informe como un llamamiento para tomar medidas, sus hallazgos, sobre todo los que revelan ineptitud pura y dura, hacen pensar que a la población le sobran razones para tener más miedo que vergüenza.
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