ANGEL E. LEJARRIAGA.-El título parece ampuloso pero en realidad posee un
significado dramático: los supuestos o creencias en los que sustentaba la
ciudadanía su vida han muerto, están a punto de hacerlo o han dejado de tener
valor, tal vez porque nunca han existido salvo en nuestra ilusión.
Para desarrollar el análisis que quiero exponer me tengo que
retrotraer a la dictadura franquista, a la denominada «transición política»
—que podríamos llamar pos franquismo— y a lo que ha venido después, que
conocemos como «sociedad del bienestar». En un primer momento histórico,
durante el franquismo, las clases más desfavorecidas por el reparto de la
riqueza —los trabajadores— tenían claro que vivían una situación de explotación
extrema, sin libertades básicas (de manifestación, de expresión y de reunión),
fundamentada en la defensa a ultranza de los privilegios de una casta
dirigente, surgida de los vencedores de la Guerra Civily
apoyada en la Iglesia
católica, la Banca
y las Fuerzas armadas. Entonces se era consciente de que resultaba imprescindible
un cambio drástico que hiciera progresar a la sociedad, es decir que la
empujara hacia un futuro de progreso y justicia social. Los grupos de
resistencia entonces existentes, en su mayoría impulsaban los movimientos
sociales con un enfoque revolucionario. Difícilmente, se pensaba, podría
recuperar el pueblo llano el protagonismo y los derechos que le correspondían
sin dirigirse hacia un proceso que acabara drásticamente con las relaciones de
opresión imperantes.
En los años 60 y 70 —con una Europa revuelta por la crisis
del petróleo, con movilizaciones constantes y grupos armados que golpeaban a
los detentadores del poder político y económico— desde las más altas más altas
instancias de gestión del capital se promovió un tipo de organización política
de la sociedad que podríamos denominar como blanda (dictablanda vs dictadura),
de apariencia democrática (se puede votar cada cuatro años y realizar protestas
autorizadas), que dedicara una parte de los excedentes de riqueza no acumulados
por la clase dominante, a la generalización del bienestar económico.
Indudablemente los ricos seguían siendo ricos o más ricos, las clases medias
aumentaban y teóricamente la pobreza se reducía a cifras marginales. Esto,
naturalmente, a costa de la miseria del Tercer mundo. En ese punto la izquierda
revolucionaria fue dando pasos hacia atrás y se acomodó en el posibilismo.
En España el PSOE ha sido el gran artífice de esta
transformación, más bien cambio de decorado. Desde el momento en que saltó a la
palestra política los estrategas del mundo financiero lo vieron como una
tercera vía entre la izquierda revolucionaria y la derecha fascista que deseaba
perpetuarse en el poder. Su ascenso fue meteórico, personajes hasta ese
instante desconocidos, como Felipe González, alcanzaron un protagonismo
excepcional en poco tiempo. El plan estaba en marcha. Había que adormecer
voluntades para poder seguir gestionando la riqueza del país con tranquilidad.
El PSOE ocupó ese papel protagonista de la mano de su carismático líder. Ese posibilismo
equívoco nos llevó a abandonar en sus manos cualquier factible creatividad
revolucionaria. Todo aquel que se posicionaba a la izquierda del PSOE fue
criminalizado, de la noche a la mañana se convirtió en un terrorista de facto o
en potencia. La ciudadanía, alimentada por los medios de comunicación, lo
entendió así y rechazó cualquier tipo de enfrentamiento contra los nuevos
padres de la patria. A partir de ese momento, de ser personas con capacidad
crítica pasamos a ser consumidores sumisos. Dejó de importarnos la amenaza
permanente de un ejército golpista y reaccionario, la presencia insultante y
nociva de la Iglesia
católica en la vida pública, la venta del país al mejor postor o la imposición
de una trasnochada y enfermiza Casa Real, obviando que la bonanza económica no
podía ser más que un espejismo transitorio. A fin de cuentas, según los
ideólogos socialdemócratas del PSOE, ya éramos un país democrático que se
dirigía ineludiblemente hacia su modernización. Había que hacer borrón y cuenta
nueva, y sobre todo olvidar. Y olvidamos… De nuestra memoria desaparecieron las
víctimas del franquismo, aquellas que precisamente habían contribuido con su
sacrificio al progreso de la sociedad. De pronto empezamos a adormecernos,
entrando en un letargo de centro comercial y programas televisivos de cotilleo.
Los sindicatos se convirtieron en una institución más del estado del bienestar,
con su papel mediador incuestionable e imprescindible para mantener la paz
social: ellos desarmaban conciencias y a cambio recibían subvenciones
lucrativas que garantizaban su existencia. En lo que respecta al resto de la
diluida izquierda —exceptuando al incombustible PCE que no aportó nada en todo
este proceso salvo su cooperación crítica con el modelo parlamentario— desapareció
literalmente en grupos ecologistas, antimilitaristas o feministas que durante
años intentaron sobrevivir, en un afán incansable por hacer despertar a una
nación que de repente se había vuelto indiferente.
Han pasado muchos años desde entonces. Hemos padecido una
crisis económica en el año 92, que significó la caída de un PSOE corrupto y sin
escrúpulos; que hizo reconversiones industriales salvajes y aplico sin
miramientos el terrorismo de estado. De ese período emergió un PP hambriento de
poder que durante los ocho años siguientes hizo y deshizo, dejando entrever una
práctica de gestión neo liberal que no le dio tiempo a aplicar del todo. La
aventura bélica de Aznar en Irak y los atentados islamistas en Madrid
consiguientes le costaron el gobierno. Vuelta a empezar, el PSOE subió al poder
y Zapatero prometió que no iba a decepcionar a sus votantes. La ciudadanía votó
a Aznar para librarse de Felipe González y luego a Zapatero para librarse de
Aznar. Sumamos y seguimos.
Los años de la burbuja inmobiliaria hicieron que nuestro
sueño de siervos voluntarios fuera más profundo. Llegamos a creer que éramos o
podíamos ser ricos, y consumimos sin cuento; pensamos que habíamos alcanzado un
orden perfecto en el devenir de la economía, que siempre sería así. Antes he
dicho que estábamos dormidos, ahora afirmo que, además, estábamos ciegos.
El sueño se ha acabado, la dictadura de los mercados se ha
impuesto, pero seguimos faltos de visión, he ahí nuestro gran problema.
Desarmados ideológicamente, esperamos que el nuevo gobierno que surja de la
urnas el 20N (probablemente del PP) nos
devuelva el bienestar perdido cuando parece que su previsión programática es
seguir la política de su hermano aventajado de clase: el PSOE (toca cambio de
gestores). Ya no les es necesario mantener la «sociedad del bienestar», no hay
peligro de que los más desfavorecidos se levanten y les exijan
responsabilidades. No hay una contestación social significativa. Pueden volver
a actuar con impunidad.
La realidad nos resituará aún más, como siempre hace, con
toda crudeza y entonces tendremos que decidir qué hacemos: ¿Esperamos a que nos
regalen los derechos costosamente adquiridos a lo largo de tres décadas o nos
ponemos en marcha, dispuestos a conquistar no solo la libertad sino el futuro
que nos pertenece? Si elegimos la primera opción repetiremos la historia
reciente. Si por el contrario optamos por luchar nos espera un camino de
«sangre, sudor y lágrimas». Ambas vías son duras pero la segunda nos abre una
perspectiva pendiente de explorar, la de la transformación profunda de las
estructuras sociales, la de la auto responsabilidad, la de la solidaridad; en
resumen, una lucha sin cuartel contra una dinámica de explotación del hombre
por el hombre, humillante e injusta.
Las castas opresoras nunca han regalado nada, cualquier
derecho siempre ha habido que arrancárselo a sangre y fuego. Ahora, al borde
del abismo, nos encontramos con otra decisión. ¿Luchamos por la revolución, en
pro de un modelo social justo o aceptamos la esclavitud de nuevo cuño que la
dictadura de los mercados nos impone? Personalmente creo que la revolución es
el camino, largo y penoso por supuesto, pero la única vía a través de la cual la Humanidad en algún
momento conseguirá evolucionar positivamente. Para ello es necesario organizarse
y preparar la resistencia. Todas las batallas por nimias que estas parezcan hay
que pelearlas hasta el final, sin que la derrota sea una opción. El enemigo es
poderoso pero la ciudadanía está introducida en todos los estamentos sociales.
Desde el barrendero hasta el ingeniero o el profesor de universidad, todos
tenemos un papel importante que desempeñar en ese proceso de contestación
frontal contra el sistema. Sin nosotros la sociedad no puede avanzar, nosotros
somos el motor de la
Historia. Generamos riqueza, cultura, arte y alegría. Ellos,
los poderosos y sus adláteres, solo acumulan beneficios. Para ganar estar
guerra tenemos que empezar por saber quiénes son «ellos» y quiénes somos
«nosotros». Hay que conocer sus fuerzas y también conocer las nuestras. Desde
esta inteligencia colectiva, con la determinación y la paciencia adecuada, nada
nos será imposible.
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