domingo, 19 de febrero de 2012

Al borde del principio




ANGEL E. LEJARRIAGA.-El título parece ampuloso pero en realidad posee un significado dramático: los supuestos o creencias en los que sustentaba la ciudadanía su vida han muerto, están a punto de hacerlo o han dejado de tener valor, tal vez porque nunca han existido salvo en nuestra ilusión.
Para desarrollar el análisis que quiero exponer me tengo que retrotraer a la dictadura franquista, a la denominada «transición política» —que podríamos llamar pos franquismo— y a lo que ha venido después, que conocemos como «sociedad del bienestar». En un primer momento histórico, durante el franquismo, las clases más desfavorecidas por el reparto de la riqueza —los trabajadores— tenían claro que vivían una situación de explotación extrema, sin libertades básicas (de manifestación, de expresión y de reunión), fundamentada en la defensa a ultranza de los privilegios de una casta dirigente, surgida de los vencedores de la Guerra Civily apoyada en la Iglesia católica, la Banca y las Fuerzas armadas. Entonces se era consciente de que resultaba imprescindible un cambio drástico que hiciera progresar a la sociedad, es decir que la empujara hacia un futuro de progreso y justicia social. Los grupos de resistencia entonces existentes, en su mayoría impulsaban los movimientos sociales con un enfoque revolucionario. Difícilmente, se pensaba, podría recuperar el pueblo llano el protagonismo y los derechos que le correspondían sin dirigirse hacia un proceso que acabara drásticamente con las relaciones de opresión imperantes.

En los años 60 y 70 —con una Europa revuelta por la crisis del petróleo, con movilizaciones constantes y grupos armados que golpeaban a los detentadores del poder político y económico— desde las más altas más altas instancias de gestión del capital se promovió un tipo de organización política de la sociedad que podríamos denominar como blanda (dictablanda vs dictadura), de apariencia democrática (se puede votar cada cuatro años y realizar protestas autorizadas), que dedicara una parte de los excedentes de riqueza no acumulados por la clase dominante, a la generalización del bienestar económico. Indudablemente los ricos seguían siendo ricos o más ricos, las clases medias aumentaban y teóricamente la pobreza se reducía a cifras marginales. Esto, naturalmente, a costa de la miseria del Tercer mundo. En ese punto la izquierda revolucionaria fue dando pasos hacia atrás y se acomodó en el posibilismo.
En España el PSOE ha sido el gran artífice de esta transformación, más bien cambio de decorado. Desde el momento en que saltó a la palestra política los estrategas del mundo financiero lo vieron como una tercera vía entre la izquierda revolucionaria y la derecha fascista que deseaba perpetuarse en el poder. Su ascenso fue meteórico, personajes hasta ese instante desconocidos, como Felipe González, alcanzaron un protagonismo excepcional en poco tiempo. El plan estaba en marcha. Había que adormecer voluntades para poder seguir gestionando la riqueza del país con tranquilidad. El PSOE ocupó ese papel protagonista de la mano de su carismático líder. Ese posibilismo equívoco nos llevó a abandonar en sus manos cualquier factible creatividad revolucionaria. Todo aquel que se posicionaba a la izquierda del PSOE fue criminalizado, de la noche a la mañana se convirtió en un terrorista de facto o en potencia. La ciudadanía, alimentada por los medios de comunicación, lo entendió así y rechazó cualquier tipo de enfrentamiento contra los nuevos padres de la patria. A partir de ese momento, de ser personas con capacidad crítica pasamos a ser consumidores sumisos. Dejó de importarnos la amenaza permanente de un ejército golpista y reaccionario, la presencia insultante y nociva de la Iglesia católica en la vida pública, la venta del país al mejor postor o la imposición de una trasnochada y enfermiza Casa Real, obviando que la bonanza económica no podía ser más que un espejismo transitorio. A fin de cuentas, según los ideólogos socialdemócratas del PSOE, ya éramos un país democrático que se dirigía ineludiblemente hacia su modernización. Había que hacer borrón y cuenta nueva, y sobre todo olvidar. Y olvidamos… De nuestra memoria desaparecieron las víctimas del franquismo, aquellas que precisamente habían contribuido con su sacrificio al progreso de la sociedad. De pronto empezamos a adormecernos, entrando en un letargo de centro comercial y programas televisivos de cotilleo. Los sindicatos se convirtieron en una institución más del estado del bienestar, con su papel mediador incuestionable e imprescindible para mantener la paz social: ellos desarmaban conciencias y a cambio recibían subvenciones lucrativas que garantizaban su existencia. En lo que respecta al resto de la diluida izquierda —exceptuando al incombustible PCE que no aportó nada en todo este proceso salvo su cooperación crítica con el modelo parlamentario— desapareció literalmente en grupos ecologistas, antimilitaristas o feministas que durante años intentaron sobrevivir, en un afán incansable por hacer despertar a una nación que de repente se había vuelto indiferente.
Han pasado muchos años desde entonces. Hemos padecido una crisis económica en el año 92, que significó la caída de un PSOE corrupto y sin escrúpulos; que hizo reconversiones industriales salvajes y aplico sin miramientos el terrorismo de estado. De ese período emergió un PP hambriento de poder que durante los ocho años siguientes hizo y deshizo, dejando entrever una práctica de gestión neo liberal que no le dio tiempo a aplicar del todo. La aventura bélica de Aznar en Irak y los atentados islamistas en Madrid consiguientes le costaron el gobierno. Vuelta a empezar, el PSOE subió al poder y Zapatero prometió que no iba a decepcionar a sus votantes. La ciudadanía votó a Aznar para librarse de Felipe González y luego a Zapatero para librarse de Aznar. Sumamos y seguimos.
Los años de la burbuja inmobiliaria hicieron que nuestro sueño de siervos voluntarios fuera más profundo. Llegamos a creer que éramos o podíamos ser ricos, y consumimos sin cuento; pensamos que habíamos alcanzado un orden perfecto en el devenir de la economía, que siempre sería así. Antes he dicho que estábamos dormidos, ahora afirmo que, además, estábamos ciegos.
El sueño se ha acabado, la dictadura de los mercados se ha impuesto, pero seguimos faltos de visión, he ahí nuestro gran problema. Desarmados ideológicamente, esperamos que el nuevo gobierno que surja de la urnas el 20N (probablemente  del PP) nos devuelva el bienestar perdido cuando parece que su previsión programática es seguir la política de su hermano aventajado de clase: el PSOE (toca cambio de gestores). Ya no les es necesario mantener la «sociedad del bienestar», no hay peligro de que los más desfavorecidos se levanten y les exijan responsabilidades. No hay una contestación social significativa. Pueden volver a actuar con impunidad.
La realidad nos resituará aún más, como siempre hace, con toda crudeza y entonces tendremos que decidir qué hacemos: ¿Esperamos a que nos regalen los derechos costosamente adquiridos a lo largo de tres décadas o nos ponemos en marcha, dispuestos a conquistar no solo la libertad sino el futuro que nos pertenece? Si elegimos la primera opción repetiremos la historia reciente. Si por el contrario optamos por luchar nos espera un camino de «sangre, sudor y lágrimas». Ambas vías son duras pero la segunda nos abre una perspectiva pendiente de explorar, la de la transformación profunda de las estructuras sociales, la de la auto responsabilidad, la de la solidaridad; en resumen, una lucha sin cuartel contra una dinámica de explotación del hombre por el hombre, humillante e injusta.
Las castas opresoras nunca han regalado nada, cualquier derecho siempre ha habido que arrancárselo a sangre y fuego. Ahora, al borde del abismo, nos encontramos con otra decisión. ¿Luchamos por la revolución, en pro de un modelo social justo o aceptamos la esclavitud de nuevo cuño que la dictadura de los mercados nos impone? Personalmente creo que la revolución es el camino, largo y penoso por supuesto, pero la única vía a través de la cual la Humanidad en algún momento conseguirá evolucionar positivamente. Para ello es necesario organizarse y preparar la resistencia. Todas las batallas por nimias que estas parezcan hay que pelearlas hasta el final, sin que la derrota sea una opción. El enemigo es poderoso pero la ciudadanía está introducida en todos los estamentos sociales. Desde el barrendero hasta el ingeniero o el profesor de universidad, todos tenemos un papel importante que desempeñar en ese proceso de contestación frontal contra el sistema. Sin nosotros la sociedad no puede avanzar, nosotros somos el motor de la Historia. Generamos riqueza, cultura, arte y alegría. Ellos, los poderosos y sus adláteres, solo acumulan beneficios. Para ganar estar guerra tenemos que empezar por saber quiénes son «ellos» y quiénes somos «nosotros». Hay que conocer sus fuerzas y también conocer las nuestras. Desde esta inteligencia colectiva, con la determinación y la paciencia adecuada, nada nos será imposible.

Recomiendo ver la película También la lluvia, de la directora Iciar Bollaín, una representación pedagógica del enfoque que tenemos que abordar a partir de ahora si queremos evitar el abismo que se presenta en nuestro horizonte más cercan

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