Para que recordemos las flores que hemos sembrado
solidariamente en esos días de desolación
La primera quincena de enero del 2012 no podrá olvidarse
fácilmente en nuestro pequeño valle andino. Los incendios que iluminaron el
cerro Pirque durante esos calurosos días en los que el calendario maya anunciaba el fin del mundo,
calcinaron el corazón verde de este bellísimo paisaje de la cordillera
chubutense y nos sumieron a pobladores y visitantes en el espanto y la
desolación. En mis 69 años de vida, no había estado nunca en una cabaña, en
medio del bosque, asediado por el fuego. Lo que vivimos familiares y amigos que
vinieron solidariamente a colaborar en esa ocasión, no se olvidará. Sobrevivimos
y hoy se puede contar.
A las tres de la mañana del 5 de enero, dormito en un
bus viajando desde Buenos Aires, cuando
recibo un msm de mi hijo Pablo que ha quedado con su novia en la cabaña : “¡Pa,
se incendia el Pirque!”. Y ya todo cambia. Si se incendia el cerro Pirque, un
enorme cono invertido ribeteado por extrañas rocallas y montecitos de pinos en
las estribaciones cordilleranas, en cuyo faldeo construimos nuestra cabaña, se
incendia nuestro lugar en el mundo. La frágil seguridad de esos troncos que constituyeron
en los últimos veinticinco años el refugio de nuestra pequeña tribu, vuela en
trizas, se va al carajo. Nuevamente la sombra del extranjero, del emigrante, del exiliado, del
retornado, del desarraigado, que he sido y que soy de algún modo, se proyecta ante mis ojos y me agobia.
¿Deberemos tomar nuevamente el camino de los que no tienen casa, ni árbol, ni
huerta? ¿Nos transformaremos en simples parias?
En verdad, nada ha cambiado en lo inmediato en mi entorno. A
mi lado, somnolienta, mi compañera de
viaje en esta etapa que yo imaginaba de cosechas y de nietos, ignorando aún la
novedad, se remueve en su asiento, y continúa soñando. Sólo la oscuridad del
paisaje de la estepa neuquina se manifiesta y se refiere a sí misma ante mis
ojos: los neneos y los contornos negruzcos de las bardas me dan una bienvenida
sombría. El amanecer, confuso, indefinido, horas después, en un paisaje siempre
igual a sí mismo, idéntico, me encuentra en la cresta de la angustia. Es un amanecer sucio: desde la cordillera de
los volcanes, del lado chileno, la tierra vomita cenizas y todo se vuelve gris,
áspero, inhóspito, en la estepa. Como anticipándonos el escenario que nos
espera en la cordillera Chubutense.
Atrás va quedando en color sepia lo vivido esas semanas
previas. Las alegrías del mar, los abrazos familiares y el ascenso al cerro minuano. Ese pequeñísimo
cerro coronado por una imagen de la
Virgen del Verdún, que yo subí una vez más ahora, para cerrar
un episodio traumático de la niñez. Ese día, hace 65 años en que subimos “en
peregrinaje” a la virgen en cumplimiento de no se qué promesa, yo me adelanto
al grupo, por el camino áspero de piedras rojizas, rodeado de monte bajo y
achaparrado de espinillos, cardos y ceibos por los que hoy transito nuevamente.
Las nubes prevalecen al rato sobre los rayos del sol y van borrando los
matorrales. Alegre y confiado, en mis
cinco años, avanzo hacia la cima. Ya no oigo las voces de mi hermano que juega
con las primas, ni a mi madre cotorreando con su hermana Olga. Ahora estoy solo
ante el enrejado que rodea el santuario. Todo está lleno de velas y de exvotos.
Me siento a esperar al resto de la familia. De pronto el silencio y la niebla
me rodean, me invaden, me confunden. Tengo miedo. Llamo a mi madre y corro.
Desciendo. Tropiezo, caigo, me araño con espinos. Grito, lloro. Estoy perdido.
Tomé otro camino de descenso. El dolor es insoportable, todo es ausencia y desolación. Extrañamiento. Estoy al límite
cuando escucho las voces de mi madre llamándome, para atraparme en sus brazos.
Cuando llego a la cima, por segunda vez, ahora, el paisaje
es de puro sol. Mi madre ha muerto hace dos años. Y
descubro que no hay camino alternativo de descenso. Se regresa por donde
se sube. El resto es puro risco de piedras y espinos. Por ese lugar inhóspito
elegí el descenso imposible aquella vez en mi niñez.
No sé todavía qué me espera al fin del viaje hoy, pero la
sensación de haber perdido el sendero en la montaña y estar solo en medio de la
niebla y el silencio, en puro extrañamiento, me invade nuevamente cuando el
transporte va llegando al final del recorrido en el Paralelo 42. ¿Estaré
desamparado otra vez?
Al entrar al valle de El Hoyo, el asfalto desciende en
curvas y contracurvas violentas en medio de un bosquecito de pinos calcinados y
un paisaje arrasado, donde emergen como
testigos mudos muñones y troncos ennegrecidos, esqueletos raquíticos, amasijos
de objetos retorcidos que alguna vez fueron parte de viviendas que hoy son sólo
recuerdos amargos. Es un universo más cercano a la tierra quemada que vemos en
la tv fruto de los bombardeos israelitas
en palestina, o norteamericanos, en Afganistán,
que del paraíso vacacional que ofrece el canal oficial de Chubut para
promocionar el turismo en la región. Pero la escenografía no es del incendio
actual, es del anterior, a comienzos del 2011, de cuyo agravio el bosque aún no
se rehízo, ni nuestras heridas cicatrizaron. Porque en esta tierra de bosques y
lagos, los incendios se suceden a lo largo de los años, y como, los últimos,
cada pocos meses, marcando el ritmo
ascendente de la desidia, la especulación y el desamparo en que vive la
población y la naturaleza .
A quince días del regreso, cuando escribo estas líneas y
puedo, por fin, deshacer mi equipaje, en el fondo de la mochila, en pleno
olvido, encuentro dos cd, uno de Drexler y otro de Zitarrosa, adquiridos en
Montevideo. Ha vuelto la energía eléctrica y los disfruto o, mejor, busco
consuelo en ellos. Son dos generaciones de orientales. Los dos, bien plantados,
dicen. Pero esta es otra historia. La que me ocupa ahora, al regreso de mis
vacaciones, cuando me topo con el incendio, tiene que ver con los fuegos que
arden en el cerro Pirque, al anochecer,
como ojitos de brujos resabiados. Nota completa
Para que recordemos las flores que hemos sembrado
solidariamente en esos días de desolación
La primera quincena de enero del 2012 no podrá olvidarse
fácilmente en nuestro pequeño valle andino. Los incendios que iluminaron el
cerro Pirque durante esos calurosos días en los que el calendario maya anunciaba el fin del mundo,
calcinaron el corazón verde de este bellísimo paisaje de la cordillera
chubutense y nos sumieron a pobladores y visitantes en el espanto y la
desolación. En mis 69 años de vida, no había estado nunca en una cabaña, en
medio del bosque, asediado por el fuego. Lo que vivimos familiares y amigos que
vinieron solidariamente a colaborar en esa ocasión, no se olvidará. Sobrevivimos
y hoy se puede contar.
A las tres de la mañana del 5 de enero, dormito en un
bus viajando desde Buenos Aires, cuando
recibo un msm de mi hijo Pablo que ha quedado con su novia en la cabaña : “¡Pa,
se incendia el Pirque!”. Y ya todo cambia. Si se incendia el cerro Pirque, un
enorme cono invertido ribeteado por extrañas rocallas y montecitos de pinos en
las estribaciones cordilleranas, en cuyo faldeo construimos nuestra cabaña, se
incendia nuestro lugar en el mundo. La frágil seguridad de esos troncos que constituyeron
en los últimos veinticinco años el refugio de nuestra pequeña tribu, vuela en
trizas, se va al carajo. Nuevamente la sombra del extranjero, del emigrante, del exiliado, del
retornado, del desarraigado, que he sido y que soy de algún modo, se proyecta ante mis ojos y me agobia.
¿Deberemos tomar nuevamente el camino de los que no tienen casa, ni árbol, ni
huerta? ¿Nos transformaremos en simples parias?
En verdad, nada ha cambiado en lo inmediato en mi entorno. A
mi lado, somnolienta, mi compañera de
viaje en esta etapa que yo imaginaba de cosechas y de nietos, ignorando aún la
novedad, se remueve en su asiento, y continúa soñando. Sólo la oscuridad del
paisaje de la estepa neuquina se manifiesta y se refiere a sí misma ante mis
ojos: los neneos y los contornos negruzcos de las bardas me dan una bienvenida
sombría. El amanecer, confuso, indefinido, horas después, en un paisaje siempre
igual a sí mismo, idéntico, me encuentra en la cresta de la angustia. Es un amanecer sucio: desde la cordillera de
los volcanes, del lado chileno, la tierra vomita cenizas y todo se vuelve gris,
áspero, inhóspito, en la estepa. Como anticipándonos el escenario que nos
espera en la cordillera Chubutense.
Atrás va quedando en color sepia lo vivido esas semanas
previas. Las alegrías del mar, los abrazos familiares y el ascenso al cerro minuano. Ese pequeñísimo
cerro coronado por una imagen de la
Virgen del Verdún, que yo subí una vez más ahora, para cerrar
un episodio traumático de la niñez. Ese día, hace 65 años en que subimos “en
peregrinaje” a la virgen en cumplimiento de no se qué promesa, yo me adelanto
al grupo, por el camino áspero de piedras rojizas, rodeado de monte bajo y
achaparrado de espinillos, cardos y ceibos por los que hoy transito nuevamente.
Las nubes prevalecen al rato sobre los rayos del sol y van borrando los
matorrales. Alegre y confiado, en mis
cinco años, avanzo hacia la cima. Ya no oigo las voces de mi hermano que juega
con las primas, ni a mi madre cotorreando con su hermana Olga. Ahora estoy solo
ante el enrejado que rodea el santuario. Todo está lleno de velas y de exvotos.
Me siento a esperar al resto de la familia. De pronto el silencio y la niebla
me rodean, me invaden, me confunden. Tengo miedo. Llamo a mi madre y corro.
Desciendo. Tropiezo, caigo, me araño con espinos. Grito, lloro. Estoy perdido.
Tomé otro camino de descenso. El dolor es insoportable, todo es ausencia y desolación. Extrañamiento. Estoy al límite
cuando escucho las voces de mi madre llamándome, para atraparme en sus brazos.
Cuando llego a la cima, por segunda vez, ahora, el paisaje
es de puro sol. Mi madre ha muerto hace dos años. Y
descubro que no hay camino alternativo de descenso. Se regresa por donde
se sube. El resto es puro risco de piedras y espinos. Por ese lugar inhóspito
elegí el descenso imposible aquella vez en mi niñez.
No sé todavía qué me espera al fin del viaje hoy, pero la
sensación de haber perdido el sendero en la montaña y estar solo en medio de la
niebla y el silencio, en puro extrañamiento, me invade nuevamente cuando el
transporte va llegando al final del recorrido en el Paralelo 42. ¿Estaré
desamparado otra vez?
Al entrar al valle de El Hoyo, el asfalto desciende en
curvas y contracurvas violentas en medio de un bosquecito de pinos calcinados y
un paisaje arrasado, donde emergen como
testigos mudos muñones y troncos ennegrecidos, esqueletos raquíticos, amasijos
de objetos retorcidos que alguna vez fueron parte de viviendas que hoy son sólo
recuerdos amargos. Es un universo más cercano a la tierra quemada que vemos en
la tv fruto de los bombardeos israelitas
en palestina, o norteamericanos, en Afganistán,
que del paraíso vacacional que ofrece el canal oficial de Chubut para
promocionar el turismo en la región. Pero la escenografía no es del incendio
actual, es del anterior, a comienzos del 2011, de cuyo agravio el bosque aún no
se rehízo, ni nuestras heridas cicatrizaron. Porque en esta tierra de bosques y
lagos, los incendios se suceden a lo largo de los años, y como, los últimos,
cada pocos meses, marcando el ritmo
ascendente de la desidia, la especulación y el desamparo en que vive la
población y la naturaleza .
A quince días del regreso, cuando escribo estas líneas y
puedo, por fin, deshacer mi equipaje, en el fondo de la mochila, en pleno
olvido, encuentro dos cd, uno de Drexler y otro de Zitarrosa, adquiridos en
Montevideo. Ha vuelto la energía eléctrica y los disfruto o, mejor, busco
consuelo en ellos. Son dos generaciones de orientales. Los dos, bien plantados,
dicen. Pero esta es otra historia. La que me ocupa ahora, al regreso de mis
vacaciones, cuando me topo con el incendio, tiene que ver con los fuegos que
arden en el cerro Pirque, al anochecer,
como ojitos de brujos resabiados. Nota completa
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