Entre los años 2006-2007 la autora de este relato viajó a Israel y a los ‘Territorios Palestinos Ocupados’ c omo parte de lo que llama “un reporte personal”. |
Paola Dragnic.- Hace
ya cuatro años que volví de Palestina y desde entonces, quiero escribir esta
carta. Pero es tan grande todo lo vivido, que no he podido sentarme a resumir
todo lo que quisiera contarles, para que al menos pudieran dimensionar lo que ahí
sucede. Porque eso me pasó a mí. Creí ser conocedora del tema, creí saber y
entender algo del “conflicto” y de la “causa”, pero nada se asemeja a vivirlo.
No hay libro que uno lea ni imágenes que uno vea, que puedan
graficar lo que sucede. Uno puede ser un “experto”, pero si no se ha pisado ese
suelo, si no se ha respirado ese aire, si no se ha palpado esa miseria, es
imposible llegar a comprender el lento genocidio que ocurre en esas tierras.
Es imposible, porque quienes lo cometen han sido las grandes
víctimas del siglo XX y, entonces, cualquiera que condene alguno de sus actos,
corre el riesgo de ser tachado de antisemita. De hecho, eso aprendimos en el
curso de “Conflicto en Medio Oriente” al que entré como invitada a unas cuantas
horas de Tel Aviv (capital de Israel). A la veintena de periodistas
latinoamericanos que estábamos ahí, nos entregaron un riguroso listado de
claves conductuales que se titulaba: “Cómo identificar el antisemitismo del
siglo XXI”. Y creo que muchos lo leímos y en voz baja pensamos que fácilmente
seríamos tachados de antisemitas. Por eso, muchos callan. Porque ser antisemita
ante el horror del holocausto, es algo inaceptable hoy, a más de 50 años de esa
masacre.
Ahí está el primer gran error. El holocausto judío nos
avergüenza como especie. Al recorrer los campos de concentración que quedaron
como vestigio, uno se pregunta cómo pudo existir ese infierno, mientras el
mundo seguía girando. Cómo no fuimos capaces de detenerlo. Cómo fue posible que
millones de seres fueran perseguidos, torturados y asesinados de la forma más
cruel, en el completo silencio del resto del planeta. Quizás, luego de la
desolación y el horror que uno siente, eso es lo que más sorprende del
holocausto: La indolencia y complicidad silente. Hoy, muchas décadas después lo
condenamos y somos cuidadosos al tener el más mínimo acto de aceptación de
alguna actitud nazi, ¿verdad?
¿Tendrán que pasar nuevamente décadas para que entonces nos
preguntemos cómo fue posible que, en silencio, se masacrara a los palestinos?
¿Entonces seremos capaces de ver las fotos de los
moribundos, detrás del muro, esperando comida? ¿A las mujeres pariendo en las
fronteras establecidas por el sionismo? ¿A los prisioneros que Israel mantiene
en condiciones infrahumanas? ¿Veremos entonces el muro y sus rejas
interminables, con un judío hablando detrás de un vidrio mientras te grita que
te quites la ropa una y otras vez, solo para atravesar de una lado a otro y
poder visitar a tu familia? Y lo que parece más terrible aún, ¿las fotos de los
palestinos tatuados con un número en los brazos, como un carnet imborrable, que
les autoriza entrar a Jerusalén? Sí, tatuados. Igual que esas fotos espantosas
de esqueléticos judíos fichados en los Campos de Concentración. Hoy, de
palestinos.
¿Tendrán que pasar otros 50 años para que podamos ver todo
esto y no sentirnos amenazados de ser antisemitas?
Ahí está el primer error que los judíos sionistas han sabido
calarnos profundamente, para entonces amparar las más atroces injusticias que
sus propios antepasados sufrieron bajo el yugo de los nazis. No hay que aceptar
más este chantaje moral. Sé que esta carta bastará para que mi nombre entre en
la lista de los antisemitas. Pero no lo soy. Mi padre, yugoslavo, eslavo y casi
gitano, sobrevivió a la limpieza étnica de los nazis y él mismo me enseñó que
los nacionalismos enfermizos como el que persiguió a su pueblo en la Segunda Guerra , son
la lacra social más terrible que puede existir. ¿Y qué es el sionismo de Israel
sino un nacionalismo moderno y enfermo?
Un nacionalismo que, en sus vertientes más colonizadoras
cercanas al socialismo, apela a razones bíblicas para demandar un territorio
que, además pretende limpiar de las otras razas que ahí habitan. El sionismo es
racista no porque en sus principios esté escrito o porque la ONU en 1975 lo haya dicho en
una resolución, sino simplemente porque no tolera la coexistencia de otros
pueblos y actúa en esa dirección.
Como todos, crecí repudiando el holocausto y de cerca, con
mi padre y sus historias. Tanto me enamoré de la “causa”, que a los 19 años
estuve a punto de irme a un kibutz, embobada en mi adolescencia por la justicia
tardía para ese pueblo. Enamorada de “la causa” y de la propuesta socialista de
construir patria mancomunada en el desierto.
Veinte años después conocí uno de los kibutz más
emblemáticos de la oleada que se creó en los ’70. Y sigo creyendo que es un
proyecto precioso, si no fuera por “el alto costo humano que representa”. Supe
como se reparte el sueldo de todos para la comunidad, compartí con ellos el Hanukkah,
vi los huertos inmensos perfectamente regados y su intimidad. Pero también vi
los restos de casas bombardeadas, que se levantan en medio de los verdes
sembradíos del kibutz como trofeo a la reconquista de la “tierra prometida”.
A un lado, la lechería con vacas ultra desarrolladas y al
otro lado, las ruinas de la que fue el hogar de alguna familia palestina
allegada hoy, tras el muro, en esos ghettos árabes que los sionistas parecen
haber recreado al más puro estilo de los ghettos judíos de la Alemania nazi.
Recordé entonces esas viejas películas que mostraban el
esplendor europeo de algunos pocos en plena década de los ’40, mientras la Segunda Guerra
asolaba el continente. Hitler en sus despampanantes juegos olímpicos, y al
frente la chimenea humeante de los Campos de Concentración. Recordé, incluso,
algún texto que describe la casa de Townley en Santiago, cuando Mariana
Callejas celebraba sus rondas literarias en plena dictadura, mientras en el
subterráneo de su casa, el servicio de inteligencia torturaba a quienes son hoy
algunos de los Detenidos Desaparecidos de Pinochet.
No hay que tener miedo. Condenamos el holocausto judío y hoy
condenamos -oportunamente- el holocausto palestino.
La “tierra prometida” es hoy un cuadrillé de pueblos
enmarcados en un muro de más de 8 metros de altura que zigzaguea el suelo y
forma ghettos palestinos, de donde no hay salida. A puñados, los palestinos
quedaron en algunos pueblos sin conexión entre sí muchas veces, sometidos al
ímpetu de los israelíes que deciden qué puede entrar y qué puede salir. Esto
incluye, obviamente, hasta lo más básico como la comida que, estratégicamente,
te permite matar de hambre, lentamente, a quienes están adentro.
Si tu padre quedó en el ghetto de al frente, deberás
visitarlo escasamente y previa autorización. Entonces, tendrás que hacer una
larga fila entre dos rejas, como las vacas camino al matadero, ingresarás a una
pequeña habitación donde sacarás tu ropa, serás humillado sin derecho a pataleo
en tu propia casa, y alguien te gritará en hebreo, detrás de un vidrio, si es
correcto lo que estás haciendo.
Si la panadería quedó al otro lado del checkpoint, deberás
hacer esta rutina de ida y de vuelta, sólo si tienes la suerte de entrar, para
luego ver si tienes la otra suerte de encontrar algo para comer.
Belén es uno de los más dolorosos ghettos palestinos, porque
buena parte del mundo recuerda ese lugar como un sitio histórico que quisieran
visitar sin temor.
La plaza de Belén, enmarca la llegada a la Iglesia de la Natividad. Los
habitantes de Belén, que obviamente poco y nada comparten el fervor cristiano,
respetan a los escasos turistas y valoran ese espacio como el sitio histórico
que indudablemente es. Que distinto, entonces, es ir a Nazareth, hermoso en la
pulcritud israelí y prácticamente neutralizado con el fanatismo religioso o
ateo -como quieran- de la administración que lo gobierna. Si preguntas por
alguien llamado Jesús de Nazareth, entrarás a lista de las personas no gratas,
aunque simplemente seas un historiador nada de católico. La intolerancia se
respira en Israel.
La plaza de Belén se repleta de hombres enflaquecidos y
hasta con el rostro como desfigurado por el dolor, que se pasean en círculo
matando el tiempo. No tienen trabajo, no pueden salir a buscarlo tampoco.
Tienen hambre. Sus mujeres e hijos esperan en casa por algo para comer y ellos
deambulan por la plaza, mirando y compartiendo algún café con cardamomo.
Te paseas en uno de los lugares más emblemáticos para el
mundo occidental y entonces decides entrar a un restorán a pocas horas del 25
de diciembre. Un escuálido árbol de navidad parpadea a la entrada, y al menos
diez mesoneros, sentados en la barra, te reciben con felicidad, llevarás
algunas monedas que sólo podrán transar entre ellos mismos. Eres el único
turista que ingresa y el menú es reducido. No hay casi comida, porque la
frontera no se ha abierto. Viven en la tierra donde siempre existió su gente, pero
hoy no tienen derecho a salir, ni a moverse. Están presos en su propia casa,
esperando.
Entonces pides un té y un pan con queso. Esa es la cena de
navidad que puedes comer en Belén, mientras afuera un grupo de niños y hombres
te mira engullendo el queso que han reservado para el turista, con la esperanza
de que se mueva la microeconomía que tienen en ese ghetto donde nació Jesús.
Si puedes permanecer más días en Belén, comenzarás a sentir
entonces la angustia de vivir en un ghetto. Comenzarás a sentir la
desesperación y entenderás otro poco de la historia: Simplemente, un buen día,
el mundo decidió hacer justicia con un pueblo masacrado y en la accidentada
división territorial, tu casa quedó al otro lado.
Deberás desocuparla, y partir al ghetto, acarreando las
pocas cosas que pudiste sacar, y arrastrando a tus niños entre lágrimas y
griteríos. Te instalarás en un campo de refugiados, que se diferencia de los
campos de concentración nazis, porque la muerte es más lenta que con el gas.
Morirás de locura y hambre. No asfixiado.
Vivirás arriba de varias familias en una habitación, sitiado
a pocos metros por el muro que te encañona con tanquetas y fusiles, y esperarás
con ansias la llegada de algún valiente grupo de turistas alternativos, que
quiera “conocer tu realidad”.
Decidí salir de Belén, angustiada, amargada… aterrorizada, y
con una de las tristezas más profundas que he sentido en mi alma, simplemente
porque tienes la certeza absoluta de que no hay retorno.
Llegamos a Beit Jala, que tiene conexión directa con Belén,
omitiendo el checkpoint. Entramos al mejor hotel de la ciudad, un hermoso
edificio de casi 12 pisos, hermosamente decorado, con un salón inmenso en la
recepción, un gran comedor, un hermoso bar. Más de 300 habitaciones. Todas
vacías.
Pedimos una buena habitación. Estaban todas disponibles.
Beit Jala como deshabitada, detenida en el tiempo. Y nosotros, omitiendo un
rato el caudal de incomprensiones que teníamos en la cabeza y el corazón.
Teníamos hambre. Esa noche podríamos comer bien. Decidimos bajar a comer. A las
9 de la noche un restorán con más de 100 mesas había sido abierto sólo para
nosotros. La mesa repleta de las más exquisitas comidas árabes. Era temporada
alta, plena navidad y no habían llegado pasajeros. Comimos lento, pensando en cómo
hubieran querido algo de “very tipical food” en el campo de refugiados que
habíamos visitado horas antes.
Nos instalamos en el hermoso salón contiguo. Prendieron las
luces para nosotros y entonces apareció un hombre alto, canoso, amable. Saludó
y se presentó como el dueño del hotel. Comenzó una tonta conversación sobre
clima. Él no quería hablar del tema y nosotros tampoco, pero nuestro inglés
chapurreado, tan chileno, pronto lo hizo sospechar sobre nuestra procedencia.
Como muchos en Beit Jala, él también tenía un familiar en Santiago. Entramos en
confianza, y entonces preguntamos y preguntamos.
Cómo sobrevivía, cómo mantenía ese hotel y para qué lo hacía
en medio de tanta desolación. La conversa cada vez era más triste. Los escasos
200 dólares que podíamos dejar por nuestra estadía, ni siquiera alcanzaban para
pagar la electricidad de un día de funcionamiento del hotel. ¿Por qué no te vas
a Chile?, le preguntamos. Uno de sus hermanos vive en Santiago. Sus ojos se
llenaron de lágrimas, como si ese tremendo hombre de rasgos tan masculinos,
fuera un pequeño muerto de susto. Como un comandante derrotado en su trinchera,
moribundo, pero impecable y de corbata, él estaba dispuesto a morir ahí, en el
precioso hotel que heredó de su padre y que antaño estaba repleto de turistas,
viviendo el esplendor de la cultura árabe mezclada con el rito católico de la
navidad.
No puedo hablar, dijo tartamudeando y se despidió de lejos
antes de marchar. A la mañana siguiente partimos rumbo a Jordania. No pudimos
conseguir un auto palestino que nos llevara a la frontera. No queríamos dejar
ni 10 dólares más en manos de Israel. Pero fue imposible. Está prohibido y,
aunque los “territorios palestinos” dan con Jordania, la frontera también es de
los judíos.
Paola Dragnic es Venezolana de ascendencia yugoslava, es
licenciada en Comunicación Social de la Universidad de Chile.
Fuente original:
http://www.elciudadano.cl/2011/08/01/38987/sionismo-nazi-las-ironias-de-la-historia/
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