miércoles, 14 de septiembre de 2011

No es Grecia, es el euro



La vuelta del verano no iba a traer nada bueno. Tras un mes de agosto, en el que la relativa escasez de movimientos en los mercados financieros amplificó sus efectos sobre primas de riesgo y cotizaciones, llegaría, inexorablemente, un mes de septiembre turbulento en el que las hordas especuladoras camparían a sus anchas y provocarían movimientos que, por su magnitud, están hoy forzando la desintegración de la Unión Monetaria Europea. Una desintegración que se produce con la connivencia de una clase política europea incapaz de estar a la altura de las circunstancias y de adoptar medidas que no constituyan una patada hacia delante en falso, enviando las presuntas soluciones a que transiten por los procelosos caminos de la burocracia comunitaria y dependan de la unanimidad de las aprobaciones de los Estados y obviando, con ello, la urgencia que exige su aplicación y el alivio temporal que provocarían sus efectos; pero que, además, tampoco es capaz de sentarse ante un economista que les explique en qué se metieron cuando crearon el euro, cómo y por qué se equivocaron al hacerlo y qué tendrían que hacer ahora para remediarlo.



Alguien tendría que explicarles que una unión monetaria como la que crearon sólo es viable si las economías constituyen un área monetaria óptima y que esa área monetaria óptima no sólo depende de la existencia de unas condiciones productivas similares y/o asimilables sino también de la existencia de una institucionalidad que permita dotar de viabilidad económica al proyecto en caso de existir imperfecciones de origen o problemas sobrevenidos, como la grave crisis en la que nos encontramos.
Alguien tendría que explicarles que para que un área sea una zona monetaria óptima es necesario que se den una de estas dos condiciones. O bien que la estructura económica del área sea tan homogénea que todas las regiones se muevan a la misma velocidad, en el mismo sentido y con la misma intensidad, esto es, de forma sincrónica. O bien que las economías sean tan flexibles que cualquier diferencia en la evolución económica entre las distintas regiones que integran el área sea solventada por la intervención de las fuerzas del mercado. Es decir, frente a la ausencia de homogeneidad se impondría, entonces, la necesidad de la flexibilidad.
La razón es bien simple: la creación de una unión monetaria implica la cesión de soberanía sobre la política monetaria y, por tanto, que la política monetaria nominal sea la misma para toda la unión. La existencia de movimientos asincrónicos en los ciclos económicos reales de las distintas regiones que integran una unión monetaria provocaría que la política monetaria, que es única para toda el área, sea la misma para economías en diferentes fases del ciclo y, por tanto, inapropiada para algunas de ellas: para unas puede ser excesivamente acomodaticia, para otras excesivamente restrictiva.
Con independencia de qué implicaciones económicas y sociales se deriven de la creación de un espacio económico de esa naturaleza para las condiciones de vida de sus ciudadanos, hay algo que no puede seguir siendo obviado por más tiempo: el euro no es un área monetaria óptima. Es más, el distanciamiento de la situación de óptimo se ha agrandado con cada nueva ampliación de la Unión.
Por lo tanto, ante lo que era una evidencia que no quiso ser asumida, se imponía la necesidad de paliar esos defectos desarrollando una institucionalidad que permitiera viabilizar el proyecto europeo pero que nunca fue emprendida y ante cuyas consecuencias nos encontramos. Una viabilidad que debe lograrse por la vía de la homogeneización y/o por la de la flexibilización.
La opción de la flexibilización pasa por dos caminos. El primero, por favorecer la movilidad de los factores productivos, especialmente el factor trabajo; algo que, como ha podido constatarse, no se ha producido en los términos esperados porque las personas tienen esa rara manía de aspirar a vivir rodeadas de lo suyo y de los suyos. El segundo, por el ajuste de mercado por la vía de los salarios reales, para lo cual, estos tendrían que indiciarse en función de la productividad y no del poder de compra. No creo que sea necesario recordar las recientes reivindicaciones alemanas en ese sentido y el eco que de las mismas se hizo, por ejemplo, el gobernador del Banco de España; como tampoco las consecuencias que ello puede tener sobre el nivel de vida de los trabajadores peor remunerados del Sur de Europa frente a los del Norte.
Frente a ello, la opción de la homogeneización pasa por tratar de superar las desigualdades estructurales y productivas de los Estados miembros y, para ello, es necesario cuestionar la falta de cesión de soberanía en materia fiscal. Es decir, hay que cuestionar que, mientras que la política monetaria se transfirió alegremente al Banco Central Europeo, en materia fiscal no existe una Hacienda Pública Europea que permita transferencias compensatorias entre las distintas regiones de la Unión. El raquítico presupuesto comunitario, consumido en su mayor parte por la Política Agraria Común y por la superestructura burocrática europea, no existe como factor de promoción de la solidaridad interregional y, con ello, como mecanismo de equiparación en las condiciones productivas y sociales de los europeos. Sólo una verdadera Hacienda Pública Europea y no la mera coordinación de políticas fiscales o la supervisión de la Comisión de los presupuestos nacionales permitirá viabilizar el proyecto del euro y eso lo sabe hoy hasta Obama.
Es por eso por lo que, más allá del parcheo de corto plazo que supondría la emisión los eurobonos o de la ineludible reforma del estatuto del BCE para que éste pueda adquirir la deuda pública emitida por los Estados y los libere de la dictadura de los mercados, la solución pasa necesariamente por el rediseño de toda la institucionalidad de la Unión Monetaria, de forma que esta se convierta en un espacio económicamente viable, socialmente solidario y políticamente democrático. Mientras ese no sea el único punto de la agenda política todo lo demás serán paños calientes y ganancias para los especuladores.
Alberto Montero Soler (amontero@uma.es) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario