viernes, 13 de abril de 2012

Ciencia, rebeldía y ciudadanía


Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal.-Que ciencias y tecnologías han sido vistas con ojos no muy afables –y no siempre indocumentados- por movimientos sociales de emancipación es cosa sabida y nada infrecuente. Ello a pesar de la deseada, proclamada y en ocasiones trabajada alianza entre el movimiento obrero -y resistencias y rebeldías cercanas- y el conocimiento positivo, uno de los nudos centrales del legado de aquella tradición que a través de uno de sus dos grandes clásicos sugirió desplazarse, en mejorable metáfora, de un socialismo fuertemente desiderativo a otro anclado en saberes científicos y prácticas y conocimientos afines.
Detrás de la bomba de Hiroshima está la ciencia puntera de mediados del siglo XX, se ha señalado con mirada crítica, dolida y pacífica; tras el armamento imperial –el declarado y el ocultado- usado en las guerras contra Yugoslavia, Irak, Afganistán y Libia está la tecnología armamentística más sofisticada, se señala justamente y con horror compartido. De las barbaridades biotecnológicas, de las actuales y las potenciales, casi mejor no hablar, y de esa química nada verde que inunda nuestro atmósfera y contamina nuestros alimentos -y de los procesos industriales que le son anexos- está ya mucho dicho y queda más aún por investigar, decir y denunciar. El principio de precaución, una y mil veces maltratado, yace en la cuneta de la política científica de la mayor parte de gobiernos serviles o muy poco críticos, y de las prácticas reales, no las publicitadas -y apenas asumidas- en mediáticas sesiones de “responsabilidad social corporativa”, de casi todas las grandes multinacionales, sin distinción de actividad y nacionalidad. No es el saber prudente, ni la precaución social, ni el servicio a la humanidad y a las futuras generaciones, ni una perspectiva poliética orientada hacia los sectores más desprotegidos y vulnerables, los valores que rigen, impulsan y conmueven al mundo. Vana y falsaria ilusión sería sostener lo contrario. La liberación social no se alimenta ni debe alimentarse de falsedades. La verdad, como querían Gramsci, Guevara, Sacristán y tantos otros, sigue siendo revolucionaria.

Sin embargo, es erróneo -y enormemente peligroso a un tiempo- no percibir otras caras del complejo y ambivalente poliedro científico-tecnológico y no reparar en la necesidad que los movimientos críticos, sean cuales sean sus vértices esenciales de interés, denuncia y superación, tienen de prácticas y conocimientos tecno-científicos no sesgados ni postrados.
La prensa diaria [1] informaba recientemente de una investigación, publicada en 2010 en Nature Geoscience, realizada por científicos de las universidades de Victoria y Calgary (entre ellos, el climatólogo Shawn Marshall), la primera que ha efectuado predicciones relacionadas con el calentamiento global a muy largo plazo, en la que se arguye que los niveles ascendentes de dióxido de carbono afectarán al clima del planeta por lo menos hasta el año 3000, lo que podría provocar dentro de un milenio un colapso de la placa de hielo de la Antártida occidental y una probable subida media del nivel del mar de al menos cuatro metros.
El estudio propone simulaciones sobre lo que ocurrirá en el futuro situándose en dos mundos posibles, ambos deseables. Visto lo que seguimos viendo, dada la actual correlación de fuerzas ecosociales, poco probable el segundo de ellos e imposible el primero ya que presupone una reducción a cero en 2010 de las emisiones.
Segunda posibilidad, pues, fuertemente optimista: la emisión de CO2 se detendrá a finales de siglo, en 2100. En este supuesto, las tierras de África -el Sur sale mucho peor parado que el Norte también en esta ocasión, aunque tampoco éste salga indemne-, el 30% de las tierras del continente expoliado, sufrirían desertización y el calentamiento de más de cinco grados centígrados de las aguas oceánicas provocaría el colapso de la placa helada de la Antártida occidental (el 10% de los 25 millones de km3 de hielo de todo el continente). Prudentemente, los investigadores -no son profesionales del alarmismo- admiten que deben perfeccionar sus modelos informáticos de simulación “para entender mejor el impacto de la temperatura del océano”. La predicción es a un plazo enorme, sujeta a todo tipo de errores.
Lo esencial, estando como estamos ante una conclusión provisional y fuertemente revisable, es que el calentamiento del planeta continuará -aunque dejásemos de usar por completo combustibles fósiles y emitir CO2- en lugar de detenerse o incluso de revertir la situación. Estos son los datos conocidos del problema, estas son las fuentes informativas que los movimientos alternativos deben manejar -con toda la prudencia deseable- en sus críticas y movilizaciones, anclando la urgencia e importancia de sus propuestas en resultados (revisables) de ciencias y científicos que aspiran a la veracidad de los hechos y a la racionalidad de sus conjeturas, y no a la complacencia ni a la subordinación. Lo malo (poliéticamente) de la ciencia actual es que es demasiado buena (gnoseológicamente), comentó el lógico y filósofo Manuel Sacristán hace más de 30 años. Un excelente y fructífero aforismo que refleja sucintamente la complejidad de la situación y que sigue siendo un buen punto de partida en una época en la que prácticas científicas y tecnológicas mal orientadas bordean el abismo de la barbarie e incrementan su dependencia financiera -y, en ocasiones, sus mismas líneas de investigación- de las grandes corporaciones y de gobiernos a su servicio.
No hay que mirar pues unilateralmente. Existen ciertamente muchos otros vértices y no son precisamente positivos. Sally Hopewell trabaja en el Reino Unido, en el centro de Colaboración Cochrane, una organización internacional que vela por asegurar la información actualizada y rigurosa de los efectos de las intervenciones sanitarias. Sostiene Hopewell que la publicación de los resultados de los ensayos clínicos a los que se someten los tratamientos en fase experimental, esencial para que los responsables sanitarios cuenten con toda la información necesaria a la hora de tomar medidas como la autorización de nuevas terapias, presenta un elevado número de estudios con resultados negativos que nunca llegan a ver la luz en revistas científicas. Sólo el 41% de los ensayos clínicos cuyos resultados son negativos o nulos se acaban publicando, frente al 73% de los estudios con resultados positivos importantes. La diferencia, el balance es significativo.
Un estudio sobre cinco grandes publicaciones y más de 5.000 referencias científicas desde la década de los ‘80, ha concluido que, si finalmente se llegan a publicar, los estudios negativos tardan más en editarse. Las investigaciones que obtienen buenos resultados, los “éxitos”, tardan de promedio entre cuatro o cinco años en ver la luz, mientras que los experimentos no confirmativos no suelen llegar a la comunidad científica hasta ocho años después de su realización. ¿Por qué razón? Cuando los resultados no son los esperados, muchos investigadores creen que no son suficientemente interesantes o que hacen faltan más estudios, que es necesario proseguir con el programa, que no basta con lo hecho. Cabe aventurar hipótesis complementarias que no falsean ni pretenden marginar las anteriores consideraciones: presiones de los grandes laboratorios afectados, trabas no siempre inocentes para la publicación de estudios no confirmatorios, compromisos firmados con empresas patrocinadoras que obligan a retrasar la publicación de los resultados en casos de falsación, sobornos o corruptelas si algún investigador está dispuesto a aceptar ofertas monetarias sustantivas siempre dispuestas. Etc. Naomi Klein habló de todo ello.
Ante esta situación, desde la perspectiva de la política de la ciencia y la salud publica, los interrogantes se imponen y acumulan: ¿cómo pueden tomar decisiones documentadas sobre los efectos en la salud de la ciudadanía de determinados fármacos los políticos, técnicos y gestores encargados? ¿Puede realmente examinarse la evidencia científica disponible de un modo responsable y honesto? ¿Puede controlarse de algún modo, limitarse de forma eficaz, la persistente, tenaz e interesada intervención de las grandes corporaciones?
Otro ejemplo. El ex presidente de Veterinarios sin fronteras, Gustavo Duch Guillot, ha dibujado una interesante línea de defensa del modelo de agricultura social en manos de pequeños campesinos y campesinas [2]. El contramodelo de agricultura industrial al que se opone, que tiene su máxima expresión en los cultivos transgénicos, ha recibido dos varapalos que, en su opinión, deberían enterrarlo para siempre. Un informe de la Union of Concerned Scientists (Unión de Científicos Concernidos) que, a partir del análisis de doce estudios académicos con ensayos de campo durante los últimos veinte años, sostiene que el tan publicitado aumento de los rendimientos de estos cultivos no es tal. De hecho, sólo hay incrementos en el caso del maíz BT “pero no por su genética “sabiamente” modificada sino gracias a mejoramientos tradicionales de los cultivos”.
Un segundo informe, complemento del anterior, elaborado esta vez por la Academia Americana de Medicina Ambiental, concluye, después de estudiar múltiples investigaciones realizadas en animales, que existe una relación causal, no meramente una correlación positiva, entre el consumo de alimentos transgénicos y efectos adversos a la salud. Sin tapujos, sin vacilaciones, como ha remarcado Duch, han solicitado con urgencia, pensando en la salud y seguridad de la ciudadanía -no de “los consumidores”-, una moratoria para los alimentos genéticamente modificados y la implementación de pruebas independientes y de largo plazo sobre su seguridad. Tenemos certeza, ha señalado el científico y activista barcelonés, “que los OGM no sirven a las gentes del campo y algo más que dudas sobre el consumo de estos alimentos. ¿Precaución o riesgo? ¿España tomará ejemplo de otros países europeos y detendrá estos cultivos?”.
Con la clase política que nos gobierna, prosigue Duch, teme que habrá que darle la razón a Mario Moreno. “Sí, al genial Cantinflas cuando en la película que interpreta a un embajador de un país ficticio dice al pleno de las Naciones Unidas: ‘Estamos viviendo un momento histórico en que el hombre científica e intelectualmente es un gigante, pero moralmente es un pigmeo”.
Sin embargo, podemos intentar girar o incluso refutar la prognosis del cómico mexicano. Hay motivos para un optimismo controlado.
 Lo que ha sucediendo en los últimos años, lo que viene sucediendo desde hace algunas décadas, en estos mismos momentos, confirma una y otra vez la idea central de aquel poema inolvidable del brechtiano Erich Fried sobre la democracia: el pueblo manda; naturalmente manda el pueblo, pero, dando un paso adelante, ¿quién manda realmente? No hace falta dar referencias directas del nombre concreto de esos grandes poderes en cualquiera de sus manifestaciones. Citados o no, siguen teniendo un poder inmenso que ejercen de forma cada vez más despótica, abierta y con consecuencias más devastadoras. Y no sólo en el Sur o en el Este. Se impone con urgencia el uso de aquellos frenos de emergencia de los que nos habló Walter Benjamin. Detenerse, reflexionar y orientarse, o proseguir alocadamente. Ésta es también la cuestión.
Los tiempos parecen estar cambiando y, a pesar de las dificultades crecientes y los golpes financieros antidemocráticos, la ciudadanía de numerosos países no parece dispuesta a comulgar con ruedas de molino ni a tragarse satisfecha relatos falsarios e inconsistentes. Da muestras de rebeldía y de resistencia tenaz e innovadora. Que a estas alturas de la vida y de la Historia tenga que decirse -y gritar bien alto- que los seres humanos no somos ni queremos ser mercancías; que el paro “estructural” no es ni debe ser el estado natural de las nuevas –ni de las maduras- generaciones; que la precariedad no es una situación incorporada inexorablemente a la “nueva economía” ni al ADN de los trabajadores más jóvenes; que la economía no debería estar concebida ni dirigida para pensar en todo instante y circunstancia en estrategias de obtención de beneficios inconmensurables para fortunas y sagas familiares nunca satisfechas; que una economía ecologizada y su razonable producción deberían estar orientadas a satisfacer las necesidades esenciales de todos los seres humanos sin exclusión y, a un tiempo, su bienestar responsable y sostenible y el de las futuras generaciones; que privatizar no es, en absoluto, equivalente a liberalizar; que la ciencia y la tecnología no tienen por qué estar al servicio de los privilegiados y descreadores de la Tierra, como dijera aquel maestro inolvidable, parece un cuento de nunca acabar, mil veces narrado, una historia interminable, como si estuviéramos condenados por amos sin rostro a repetir una y otra vez verdades evidentes sin prolongaciones prácticas transformadoras.
Como diría Cesare Pavese, trabajar e insistir cansa aunque sea necesario. Pero en ocasiones, Manuel Vázquez Montalbán nos advirtió de ello hace algunos años, lo evidente debe ser dicho una y otra vez precisamente por ser evidente. También en el ámbito de la ciencia y la tecnología debemos hablar de nuevo de temas y situaciones de las que ya se ha hablado en otras ocasiones. No hace falta perder ni un minuto -ni una línea en argumentarlo- tras el desastre que significó y significa el accidente de Fukushima de marzo de 2011, una hecatombe que en el momento que escribimos esta presentación está lejos de estar controlada y más lejos aún de ser conocida en todos sus pliegues y riesgos (la contaminación radiactiva, por ejemplo, ha afectado ya, según tres estudios científicos, uno de ellos del propio gobierno japonés, a dieciocho de las 47 prefecturas niponas) [3]. La confusión y la desinformación siguen siendo los envoltorios usuales de los desastres nucleares y también de otras situaciones.
Empero, tiene importancia volver sobre temáticas ya comentadas porque también aquí, como en otro planos, ser ciudadano exige estar informado para poder intervenir hablando, discutiendo y actuando con conocimiento de causa y evitar así ser manipulado, dirigido o envuelto en intereses espurios -que no son realmente los de la mayor parte de los ciudadanos y ciudadanas- que acostumbran a esconder los objetivos de poderosos grupos de presión, acción y negocios. La verdad es la verdad decía el Agamenón del machadiano Juan de Mairena. Su porquero, razonablemente desconfiado, no estaba convencido, pero probablemente sí hubiera aceptado que hay que conocer lo mejor que podamos ciertas problemáticas para poder intervenir en asuntos que los Agamenones suelen reservarse en exclusiva para ellos y “sus iguales”. Los demás no contamos, apenas existimos. El silencio, la sumisión y la resignación deberían ser nuestro estado natural. De lo esencial, que afecta a la vida de todos, ya se encargará algún comité de expertos al servicio de o bajo las presiones de amos y mercados que quieren seguir condenándonos a duraderas cadenas de marginación, subordinación y trabajo no elegido.
Hay que hablar, pues, de muchas cosas y también de ciencia, de tecnología y de sus prolongaciones políticas. Son seis los asuntos que vertebran estas conversaciones: el almacén temporal centralizado, el ATC; las bombillas de larga duración y el mercurio; la homeopatía y las pretensiones de la autodenominada “medicina alternativa”; la base informativa y argumentativa de los colectivos que niegan la existencia del SIDA y promueven políticas sanitarias disparatadas con resultados ya conocidos; la vacunación y sus críticos insolidarios y, finalmente, el accidente de Fukushima, uno de los más importantes de la industria nuclear y una de las mayores hecatombes de la historia de la industrialización.
No son los únicos asuntos controvertidos, no son los únicos nudos de interés. No fueron las únicas temáticas en las que pensamos inicialmente. Los transgénicos, las enfermedades mentales, las nuevas enfermedades, la salud humana y los desastres bélicos, la salud laboral, la contaminación química, las nanotecnologías, la alimentación, quedan para una futura ocasión. Sea como fuere, los temas elegidos ofrecen en nuestra opinión muchos vértices y aristas que merecen y exigen nuestra atención, no sólo la de los especialistas de las respectivas materias.
En algunos ámbitos ciudadanos, como señalamos al inicio de estas línas, la ciencia es vista con ojos muy críticos, como fiel y sumisa aliada del poder. Es un error que debemos combatir. Pensar que el conocimiento positivo es falso o perverso en sí mismo porque con él puede construirse bombas atómicas, manipular consciencias, generar consensos serviles, contaminar ríos y paisajes, generar cambios climáticos, diseñar cadenas productivas que cosifican y explotan a trabajadores y trabajadoras, sería como creer que escribir, mirar o leer son acciones zafias y aborrecibles porque pueden ser realizadas o usadas para crear objetos que pueden ofendernos o empujarnos hacia senderos que nos conducen directa o indirectamente al desastre.
La ciencia puede ser una aliada de la liberación humana si no está orientada a servir los intereses de privilegiados, alocados y belicistas. La ciencia puede ser una aliada de una ciudadanía insumisa que aspire a un mundo mejor, más humano, más justo, a un mundo no reducido a un terreno sin fronteras de lucha despiadada y cada vez más violenta y de insultantes desigualdades humanas. Nada humano nos debe ser ajeno; tampoco la ciencia debe serlo. Las seis conversaciones que componen este libro aspiran a conseguir que la ciencia y el pensamiento crítico que inexorablemente le acompaña sean aliados de una ciudadanía que quiere vivir con dignidad y en paz, sin ser menospreciada por señores -que se sienten amos- ajenos a toda responsabilidad y a todo ideal razonable de justicia.
Carles Muntaner y Joan Benach han escrito el prólogo de este ensayo, Manuel Martínez Llaneza el epílogo y Francisco Castejón la nota final. Todos ellos, con su magnífica obra y su tenacidad, son prueba nítida de la necesaria y posible alianza entre la ciencia y el compromiso poliético. Darles las gracias a todos ellos es lo menos que podemos hacer; expresar nuestro máximo reconocimiento por su generosidad y su hacer es algo que nos complace añadir.

Notas:
[1] El cambio climático seguirá hasta el año 3000”, Público, 10 de enero de 2011, p. 25
[2] Gustavo Duch Guillot, “Gigantes o pigmeos”. GALICIA HOXE, 17 de junio de 2009.
[3] Según ha señalado José Reinoso, un equipo internacional de investigadores ha asegurado “que el cesio radiactivo emitido por la central de Fukushima 1, gravemente dañada, podría haber contaminado el suelo en la isla de Hokkaido y zonas del oeste del archipiélago como Chugoku y Shikoku, situadas a más de 500 kilómetros”. La información ha sido recogido por la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. http://www.elpais.com/articulo/sociedad/cesio/Fukushima/500/kilometros/central/elpepisoc/20111116elpepisoc_9/Tes

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