ConsumeHastaMorir.-El 11 de septiembre de 2001 el mundo dejó de ser oficialmente seguro. Los conflictos bélicos y enfrentamientos armados que, según la UNESCO, ocurrían por entonces en 35 países, sólo eran el cotidiano diálogo político entre países considerados conflictivos y sus etnias o pueblos. Unos días después del atentado, Bush habló ante el Congreso de EE UU de “Red global del terror” y de que “la libertad misma está amenazada.”
Como resultado, ahora mismo hay miles de personas en cientos de aeropuertos quitándose los zapatos o tirando su botellita de agua antes de subirse a un avión. Es decir, aplacando con medidas tan visibles como ridículas la inmensa sensación de miedo heredada del 11-S.
El accidente nuclear en Fukushima nos ha hecho recordar otra fuente casi tan abstracta de miedo. Un cuarto de siglo después de la tragedia de Chernóbil, la Organización Mundial de la Salud acaba de proponer la creación de una fundación para la investigación de los efectos del accidente sobre la salud. 25 años sin tener muy claras las repercusiones de la radiación nuclear sobre la salud humana. 25 años de construcción de un imaginario colectivo entre el terror de la bomba atómica y la inconsciencia del más famoso trabajador de una central nuclear: Homer Simpson suele aparecer jugando irresponsablemente con una barra de plutonio de la central nuclear de Springfield, donde trabaja como inspector de seguridad. Homer simboliza décadas de desconocimiento ante un peligro abstracto, icónicamente representado en unas barras verde efervescente, probablemente muy dañinas, pero no sabemos muy bien cuánto ni cómo. Los muros de la central nuclear simbolizan el aislamiento ante un peligro que no se ve, no se huele ni se toca. Unas infraestructuras humanas que resultan inseguras ante lo conocido y controlado y, aún más, ante lo que nos sobrepasa, ante los desastres naturales o, peor, ante los desastres humanos.
A la comunidad internacional no le gusta unir los conceptos “central nuclear” y “conflicto bélico”, a pesar de estar ligados por una idea tan básica como la seguridad. El miedo a la energía nuclear se aplaca con tecno-optimismo y curiosos protocolos de revisión de centrales, como si estas pudieran prepararse también para resistir aquello que es incontrolable. Por ejemplo, los 437 reactores nucleares que hay en el mundo pueden ser un objetivo militar en caso de conflicto bélico o de un ataque terrorista bien planificado. ¿Qué protocolos de seguridad se establecen para guerras que todavía no sabemos cómo pueden ser y en qué escenarios se darán?
Los dos planos discursivos (el de la inseguridad terrorista y el de la inseguridad nuclear), separados no dan tanto miedo. Tras el 11-S “el mundo es inseguro”, pero en un plano discursivo distinto del de la energía nuclear y su legado radioactivo, porque los intereses económicos que hay tras esta energía parecen ser el mejor remedio contra el miedo. Para aplacar el miedo al terrorismo se analizan una y otra vez los equipajes de los turistas, y para aplacar el miedo a las centrales nucleares se vuelven a analizar ahora bajo normas de seguridad más estrictas.
Decía un titular de El País en 2009 que se está construyendo en Finlandia “el primer almacén definitivo para residuos nucleares”. ¿Definitivo? Michael Madsen se hace esta pregunta en su reciente documental Into Eternity. Los residuos alojados en el cementerio comenzarán a perder su toxicidad dentro de 100.000 años, así que los responsables políticos entrevistados por Madsen ni siquiera están seguros de si es mejor señalizar el cementerio para alertar a las generaciones futuras o intentar que pase desapercibido del todo. ¿Definitivo? Dejamos una peligrosa hipoteca radioactiva, que ha sido imprescindible en la construcción de nuestra sociedad de sobreproducción y sobreconsumo, porque siempre hay alguien que cree posible gestionar un futuro de 100.000 años. Y eso sí da miedo.
*Este artículo se ha publicado en el número 69 de la revista Ecologista, editada por Ecologistas en Acción (www.ecologistrasenaccion.org)
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