Paco Roda.-Imagine que vive en un lugar donde usted pueda matar a quien quiera. Y no pasa nada. Sólo que el muerto cae muerto y ya está. Nada ni nadie le va a molestar. Nadie le va a denunciar. Su vida seguirá el curso normal de la existencia, por dura, atormentada o completamente feliz que ésta sea. De hecho, nada se comentará en los periódicos. Tampoco ningún juez intentará atraparle ni exigirle responsabilidades. Usted cargará con sus asesinatos pero nadie se los echará en cara. Imagine también que usted, sabiendo que no le va a pasar nada, puede violar y decapitar, una vez consumada su hombría, a una mujer. A cualquier mujer. A las que quiera. Y también a sus hijos. Puede secuestrarlas durante días si quiere, y después de violarlas con sadismo, matarlas y abandonar sus trozos en cualquier cercanía. Usted puede estar tranquilo. Porque no pasa ni pasará nada. No se detenga. Siga suponiendo salvajismos con la venia de la imaginación hasta el infinito, hasta ese lugar en que las cosas que ocurren, por alarmantes y sangrientas que sean, acaban reducidas al silencio más brutal e indoloro. Esto, aunque usted lo dude, ocurre. Eso sí, sin ecos ni resonancias. Cada día. En el México de los narcocorridos, donde las lágrimas afiladas perforan las sepulturas de los miles de muertos.
Si este artículo fuera firmado en Ciudad Juárez, el director de este periódico, quizá no durmiera muy tranquilo. Yo tampoco. Pero tengo, tenemos, la suerte de no vivir allí, de haber nacido en esta orilla del orden. En el lado de la placidez rociada de trivialidades que no ponen en jaque nuestra existencia.
Ciudad Juárez, en México, es el infierno del mundo, el más allá de la crueldad socialmente aceptada, la aldea global de los nuevos campos de exterminio. En Juárez o en Chihuahua el olor de la sangre diaria contamina el aire, lo corta, lo descompone en partículas envenenadas que supuran el cielo. Allí, las miradas se suspenden en el cielo, se congelan en sus precipicios afilados por la venganza o los ajustes de cuentas sin que la autoridad, legítima o ilegitima, ponga límite en la ciudad más brutal del mundo. Porque en Juárez se asesina impunemente. A hombres y mujeres. A éstas ya ni se les nombra, importan menos. Y se alardea de ello. La muerte allí es un espectáculo recogido en videos colgados de Internet para sorna y demostración de un sadismo que colma los límites de la perversión. Sus autores, sicarios que sueñan con su propia muerte, mafiosos anestesiados por el sabor de la sangre, policías que cometen asesinatos en vez de resolverlos y militares que matan por encargo, pasean impunes.
Y es que desde el año 2000 han sido asesinados en esta ciudad, la más violenta y sanguinaria de México, 30 periodistas por informar, escribir o denunciar los cientos de asesinatos de ciudadanos mexicanos que mueren casi a diario. Según la agencia Reuters, Ciudad Juárez encabeza la lista de los municipios más peligrosos de México con un total de 3.951 asesinatos registrados en 2010, de los cuales 476 corresponden a mujeres, una cifra que casi triplica a los "feminicidios" ocurridos el año anterior. Por otro lado, según datos de la Fiscalía General de Chihuahua, estado limítrofe con Estados Unidos, éste es el escenario de un total de 7.209 homicidios ocurridos durante 2010, una cantidad siete veces superior a la registrada hace cuatro años y el doble de los asesinatos ocurridos en 2009. Pero no pasa nada. Ni pasará nada. Porque Juárez es rehén de su propia locura. Se estima que el cinco por ciento de la población (dos millones) vive de la industria de la droga y se calcula que hay 150.000 dependientes de este negocio que mueve 4.000 millones de dólares al año. El principal comprador, los USA, unos metros más allá del río Grande.
Todos estos muertos, asesinados, ajusticiados o ejecutados, todas estas mujeres, que ya Roberto Bolaño en su célebre 2666 nombró y visibilizó, asesinadas por el hecho de ser mujeres y pobres, no tienen repercusión. Sus muertes, consecuencia directa del narco, del control del tráfico de drogas, de la trata de mujeres, del terrorismo brutal contra ellas, de la violencia de los militares y los policías del orden y el desorden en pos de las ganancias del mercado de la droga, no tienen eco ni resonancia alguna. Esos muertos son muchos más de los que EE.UU. perdió en la guerra de Irak. Pero el mundo seguirá mirando para otro lado.
Y es que por alguna extraña razón esos miles de muertos no contaminan el mercado de la información. Por alguna oscura e interesada razón, esos miles de muertos, no son tan muertos como otros. Como si les faltara un grado de deliciosa y patriótica moribundez. O como si ese grado superlativo de violencia con la que han acabado con ellos y ellas, deflactara el mercado informativo. O tal vez, porque esos muertos son el precio perverso de un país obligado a prostituirse, y con él sus gobernantes, policías y ejército, absolutamente corrompidos por los cárteles, quienes han reconvertido -con la ayuda de la globalización del mercado- su solar patrio en una tangana mortuoria donde el silencio se convierte en ley de obligado cumplimiento.
Quizá esos muertos han elegido también, ya desde el más allá, el silencio como protesta, esa forma nuestra de no hacer nada frente a verdad desnuda y cruda. En Juárez, en Chihuahua o en Palomas la violencia ha transmutado las clases sociales y como el viento surge de la vida misma. Juárez vive una guerra civil encubierta donde nadie sabe quienes son enemigos y donde la vida únicamente merece ser vivida por las delicias que florecen sobre sus ruinas.
Pero el mundo ignora este balcanismo caribe, porque ha fijado su atención en noticias precocinadas por agencias informativas, en noticias que movilizan pasiones pero no conciencias. Juárez reclama la redención de tantas imágenes que hielan la sangre. Juárez nos quema las manos, nos ciega los ojos ante esta oscura bestialidad. Y aunque estemos lejos y aunque seamos prisioneros de nuestro inmovilismo conformista, nos reclama para ladrar rabiosamente contra este Apocalipsis hecho realidad. Uno, a veces desearía morir. Pero en algunos lugares ya no hay sitio a causa de tanta muerte.
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