Dos años antes del 11-S, en noviembre de 1999, Richard Cheney impartió una conferencia en el Instituto del Petróleo de Londres en la que dejó caer unas cuantas afirmaciones campanudas [1]. Entre otras, que “el petróleo es la base y fundamento sobre los que se sustenta todo el edificio de la economía mundial”. O bien, que en los diez años siguientes —entre 1999 y 2010— la demanda de petróleo iba a aumentar un 2% cada año mientras que, simultáneamente, su oferta iba a disminuir un 3% debido al agotamiento de las reservas conocidas. ¿Eran afirmaciones exageradas? Por lo que se refiere a las cifras sobre los vaivenes en la demanda y la oferta del petróleo, tal vez Cheney erró en el detalle de las cifras concretas, pero no en la descripción general del problema del pico del petróleo, del cual mostró tener una conciencia nítida. Por otra parte, el estallido de la crisis financiera en 2008 le dio plenamente la razón en que el petróleo abundante y barato es fundamental para la buena marcha del capitalismo, siempre que se esté de acuerdo en que el aumento vertiginoso de su precio fue el detonante que provocó el derrumbe de la pirámide financiera, esto es, del “sistema sanguíneo” que hace funcionar a la economía mundial. En la primavera de 2001, tras su designación como vicepresidente de EE.UU., Cheney dirigió un grupo de estudio sobre “seguridad energética” que llegó a la conclusión de que el petróleo debía seguir siendo una fuente muy importante de energía para EE.UU., pero también que esa opción tenía unas implicaciones militares evidentes. Poco tiempo después ocurrió el 11-S y dio comienzo la “guerra contra el terrorismo”.
El hecho más misterioso del 11-S es el colapso del Edificio n.º 7 del World Trade Center. Era éste un rascacielos de 47 pisos donde se produjeron algunos incendios, pero contra el que no se estrelló ningún avión. A las 17:20, 7 horas después de la caída de las Torres Gemelas, el Edificio n.º 7 se desintegró en 6,5 segundos. (http://www.youtube.com/watch?v=fa0nPNzJeqY). El informe de la comisión (2004) ni siquiera menciona un suceso tan extraordinario, ahorrándose de ese modo tener que dar alguna clase de explicación. Cuatro años después, en 2008, el gubernamental NIST (Instituto Nacional de Estándares y Tecnología) publicó un informe para intentar acallar la polémica suscitada por ese silencio. En él se afirmaba que su colapso se debió a los incendios, lo que causó perplejidad, indignación y burlas por parte de muchos arquitectos e ingenieros debido a que nunca jamás un edificio con estructura de acero se ha desintegrado a causa del fuego (http://ae911truth.org)
Claro que, puestos a evocar derrumbes misteriosos de edificios, vale la pena recordar que el hecho que tuvo más trascendencia ese fatídico día fue, precisamente, la pulverización de las Torres Gemelas en 9 o 10 segundos. Teniendo en cuenta que los edificios tenían 110 pisos, eso supone que, como media, desaparecieron 10 u 11 pisos por segundo. La pulverización de las torres provocó la mayor parte de las víctimas de los atentados y, al mismo tiempo, fue el acontecimiento que más horrorizó a la población al ser retransmitido en directo por la televisión. ¿Cuántas personas contemplaron ese terrible espectáculo? Seguramente, miles de millones. El colapso de las Torres Gemelas es el espectáculo televisivo con el índice de audiencia más elevado de toda la historia de la televisión mundial. En EE.UU., desde luego, toda la población estaba delante del televisor en el momento en que las torres se volatilizaron.
Eso fue posible a causa del tiempo transcurrido desde que los aviones se estrellaron hasta que los edificios se vinieron abajo: 57 minutos para la Torre Sur y 102 minutos para la Torre Norte. En ese largo intervalo ocurrieron dos cosas muy importantes. La primera, que la inmensa mayoría de la gente que había en las torres consiguió salir de ellas y salvarse de una muerte segura (fallecieron 2.700 de las 20.000 personas que se hallaban en los edificios). La segunda, que todas las televisiones del mundo pudieron conectar con Nueva York y ofrecer imágenes en directo de la tragedia; en muchísimos casos, tras haber suspendido la programación habitual.
¿Por qué las torres se transformaron en polvo en unos pocos segundos y por qué lo hicieron habiendo transcurrido el tiempo mencionado desde el impacto de los aviones? Aunque cueste creerlo, diez años después tampoco existe una explicación oficial sobre este hecho, que es, repito, el que provocó más muertes y el más relevante para comprender la conmoción que genera el 11-S en la opinión pública. No sólo no existe explicación oficial: tampoco interés alguno en hallarla. El informe oficial del NIST de 2005 sobre las causas de la caída de las torres, solamente pretendió explicar cómo se inició el colapso, pero no el colapso en sí. Lo único que hizo el NIST fue sugerir que hubo un derrumbe en cadena provocado por el debilitamiento de las junturas de las vigas de los pisos en que se estrellaron los aviones, pero el proceso de volatilización de los edificios no se explicó de forma pormenorizada, detallada y a partir de pruebas y/o experimentos fiables porque nunca hubo voluntad de hacerlo. De ahí la importancia del artículo firmado por Niels Harrit y ocho científicos más titulado “Material de termita activo descubierto en el polvo generado por la catástrofe del WTC el 11-S”. En él se explicaba que, tras haber analizado cuatro muestras del polvo generado por la caída de los edificios en un laboratorio durante 18 meses, se habían encontrado en ellas abundantes restos de nanotermita, un material explosivo e ignífero de última generación. En una entrevista en televisión, Niels Harrit añadió que se trataba de un material poco conocido por los científicos civiles, por lo cual sería conveniente preguntar por él a los científicos militares. El artículo no era especulación ni “teoría” de ninguna clase: era práctica científica como la copa de un pino. Como dijo Niels Harrit, no se puede “obviar este tipo de ciencia” [2]. Es también, por ahora, la única respuesta racional a la pregunta sobre los motivos de la pulverización de los tres edificios del WTC. Y si se hubiese celebrado un proceso judicial con garantías sobre el 11-S, éste hubiera sido uno de los temas estrella del juicio, y la investigación de Niels Harrit y sus colegas hubiese sido objeto, como mínimo, de una amplia discusión.
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A esa investigación se debe añadir otro dato que, con toda seguridad, también habría merecido mucha atención en ese hipotético juicio: antes de que las torres se desintegraran, ya había supuestos “expertos” en los platós de televisión acusando a Osama Bin Laden de ser el responsable de los atentados (http://www.youtube.com/watch?v=H6IOb2uDYl0). Por tanto, cuando miles de millones de personas contemplaron el bárbaro espectáculo, muchas de ellas ya creían saber quién era el culpable de semejante atrocidad y, por tanto, contra quién debían dirigir su rabia y su odio. Y los que no se enteraron entonces lo hicieron, como máximo, en las veinticuatro horas siguientes, pues el 12 de septiembre de 2001 todos los grandes medios de comunicación atribuyeron a Bin Laden la responsabilidad de ese crimen de lesa humanidad. El supuesto culpable resultó ser un árabe con turbante originario de Oriente Medio, esto es, de la zona del mundo en cuyo subsuelo se encuentran las 2/3 partes de las reservas conocidas de petróleo.
Y ahora las preguntas del millón: ¿alguien cree, en su sano juicio, que esas acusaciones de antes de la caída de las torres o del día después del 11-S se basaban en alguna clase de investigación digna de ese nombre?; ¿y alguien cree, de verdad, que esas acusaciones sin fundamento fueron el producto de la casualidad? Que cada persona se responda a sí misma a partir de su perspicacia y nivel de ingenuidad. Puede ayudar a pensar en la respuesta, sin embargo, el siguiente titular de una noticia publicada en El País el 26 de septiembre de 2001: “La prensa de EE.UU. dice que el FBI no tiene aún pruebas contra Bin Laden”.
El 16 de septiembre de 2001, con una opinión pública todavía en estado de shock, Bush anunció en una rueda de prensa que la respuesta a los atentados consistiría no solamente en una guerra contra Al Qaeda, sino en “una guerra global y larga contra varios países que acogen grupos terroristas” (El País, 17/09/2001). Según Donald Rumsfeld, los países en cuestión eran unos 60 contando por lo bajo, lo que equivalía a más de la cuarta parte de los estados existentes. Si esto ya hacía dudar de la salud mental y/o de las intenciones reales de Bush y sus cómplices, todavía era más alarmante que el 99% de los estados y grupos terroristas aludidos no tuvieran nada que ver con el 11-S.
Dado que era el propio gobierno de EE.UU. quien decidía qué grupos debían ser considerados terroristas y qué estados eran sus patrocinadores, lo que en realidad hizo Bush ese día fue otorgarse a sí mismo carta blanca para intervenir donde lo considerase conveniente con el pretexto de la lucha contra el terrorismo. Fue, sin lugar a dudas, la máxima expresión de una forma de proceder que desde entonces se ha tornado característica de la hiperpotencia y que se puede sintetizar en el “yo me lo guiso y yo me lo como” del ínclito Juan Palomo.
El informe de la Comisión del 11-S se publicó en julio de 2004, lo que implica que, entre el 11 de septiembre de 2001 y esa fecha, la versión oficial sobre la autoría de los atentados procedió en exclusiva de las declaraciones de los altos cargos de la administración norteamericana; las cuales un día apuntaban hacia los talibanes como patrocinadores de los atentados, y otro hacia el régimen de Sadam Hussein, según conviniera. Con esa autorreferencial cobertura ideológica, se atacó Afganistán, se invadió Irak, se abrió Guantánamo, se legalizó la tortura, se pusieron en marcha los siniestros vuelos de la CIA y se aprobaron un sinfín de leyes antiterroristas en EE.UU. y la Unión Europea que han recortado brutalmente nuestros derechos frente al aparato coactivo del Estado.
El informe de la comisión tampoco se apartó un ápice del principio metódico de Juan Palomo. Las informaciones que, teóricamente, corroborarían en él lo dicho con anterioridad por los dirigentes norteamericanos, procedían de los servicios secretos y de confesiones arrancadas a detenidos en Guantánamo mediante un uso de la tortura planificado por profesionales de la medicina. En realidad, cuesta creer que una comisión compuesta por personas de la máxima confianza del gobierno pudiera publicar un informe que llegara a conclusiones diferentes de las expresadas por la junta de Bush, ya que eso hubiera abierto una crisis política sin precedentes en la historia de Estados Unidos. Ninguna de esas supuestas informaciones ha podido ser verificada después por un tribunal independiente, ya que, como se ha apuntado antes, en los diez años transcurridos ninguna persona ha sido juzgada y condenada como autor, organizador o patrocinador del 11-S en un juicio con garantías.
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Los relatos más publicitados sobre los hechos decisivos de la “guerra contra el terrorismo”, empezando por el 11-S, siempre han acabado adoptando, en última instancia, el carácter de dogmas de fe. A falta de pruebas contrastadas y un proceso judicial en el que esas pruebas se hubieran podido discutir y debatir por fiscales y abogados defensores de los acusados, el “esto es así porque lo digo yo que tengo mucho poder” ha sido la norma habitual. La discusión sobre la veracidad de dichos hechos siempre se concluye autoritariamente con alguna variante del “Puede estar usted seguro, y pueden estar seguras las personas que nos ven, de que les estoy diciendo la verdad. El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva” de José María Aznar. Frente a lo cual, a los ciudadanos sólo les queda el “me lo creo o no me lo creo”. Esto se transforma fácilmente en el “¿confías en ellos o no confías en ellos?” que, a su vez, degenera en el “¡estás con ellos o estás contra ellos!”, por parafrasear la contundente frase de George W. Bush. Las profusas acusaciones de “antiamericanismo” no pretenden otra cosa.
Tras la propagación de cada nuevo dogma de fe, se procede a pasar revista a la tropa de periodistas, intelectuales y dirigentes políticos occidentales con el objetivo último de examinar su adhesión a la ideología imperial. Los que comulgan con los dogmas son considerados serios, sensatos y fiables, y los que se niegan a hacerlo son expulsados del ágora mediática después de haberlos calificado de paranoicos y chiflados. La formulación de cualquier duda sobre alguna afirmación oficial, o la simple queja de que la conformidad o disconformidad con afirmaciones no puede depender de hecho de la mucha o poca confianza que se tenga en el poder imperial de EE.UU., se responde con insultos, insidias y amenazas. De los primeros, el más difundido es “conspiranoico”. Toda discrepancia o muestra de incredulidad respecto a lo dicho por las autoridades en relación con la “guerra contra el terrorismo” es calificada de forma automática de teoría de la conspiración, a pesar de que la principal y más influyente teoría del complot sobre el 11-S es precisamente la versión oficial.
Barack Obama ha dicho que Bin Laden ha sido ejecutado por un comando de élite del ejército de Estados Unidos y que su cuerpo yace ahora en el fondo mar. Ha afirmado, asimismo, que su muerte ha sido un acto de justicia para con las víctimas del 11-S porque Bin Laden fue su responsable principal (aunque la administración norteamericana nunca ha podido presentar una sola prueba de ello). Leon Panetta, director de la CIA, ha añadido que la información que ha hecho posible ese “ajusticiamiento” se ha obtenido gracias a las torturas practicadas en Guantánamo, con lo que ha legitimado ambas cosas: la tortura y Guantánamo. Y un par de columnistas del New York Times (A. Shadid y D. Kirkpatrick, “In Arab World, Bin Laden’s Confused Legacy”, NYT, 2/5/2011) han rematado la faena afirmando que Bin Laden es en parte responsable de las guerras de Afganistán e Irak por haber atacado a EE.UU. el 11-S. ¿Te lo crees o no te lo crees? Digo yo que en los tiempos que corren la respuesta más conveniente debe ser “¡SEÑOR, SÍ SEÑOR!”. En todo caso, lo que es seguro es que, con la desaparición real o simbólica de Bin Laden, desaparece también la posibilidad de verificar en un juicio las acusaciones vertidas contra él en los últimos diez años.
Notas:
Fuente: Mientras tanto electrónico 92
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